El mundo es un lugar muy duro, no cabe duda. Existen la muerte, la enfermedad, las guerras, y también los padres que no quieren a sus hijos, que los golpean, los insultan, les dicen que les han arruinado la vida. Todo eso existe y cualquiera que tiene un poco de entendimiento lo sabe.
Por eso todos necesitamos un poco de magia, un poco de creer que todo es maravilloso, que merece la pena pasar por aquí siempre y cuando se cuente con el calor y el abrazo de los tuyos, que toda vida humana es valiosa. Si todos lo necesitamos, no digamos los niños.
Ahora nos ha dado por renegar de todo lo mágico, de todo lo que no se puede demostrar científicamente. La Navidad se convierte así en una superchería, un cuento hecho para bobos que en realidad no sabemos que simplemente se celebra el solsticio de invierno.
Aunque yo no lo puedo demostrar científicamente, tengo para mi que los niños adoran la Navidad porque se celebra el nacimiento de un niño. Porque el mundo festeja la afirmación de la vida, la esperanza de que todo puede volver a empezar, la conciencia clara de que los niños son la única verdad de la vida, de que con cada nuevo niño la muerte es derrotada. Por eso se sienten importantes, porque intuyen que el sentido de nuestra vida son ellos, y tienen razón.
Y tengo para mi también, que una Navidad con niños puede incluso sanarnos, que nuestros hijos curan nuestras heridas y nos dan la oportunidad de volver a empezar, cada Navidad, que nos dejan reeditar nuestra historia en un formato más amable. Claro que eso tampoco lo puedo demostrar.
Por favor, que nunca deje de ser Navidad para ser el solsticio de invierno. No es lo mismo.
Gabriel Miró