_ ¡Oiga!¡Que no he acabado!
_ Lo siento, diez minutos. Ha tenido tiempo suficiente. Ahora coloque la cabeza sobre mi hombro-me da unas palmaditas en la espalda-. ¡Vamos, señor, haga ya el eructo!
_ Pero si yo nunca eructo ...
_ Tranquilo, relájese -las palmaditas en la espalda se hacen más insistentes-. Tiene que echar esos gases.
Finalmente, me deja por imposible y trae el segundo plato. Esta vez como a dos carrillos, temiendo que me vuelvan a dejar a medias. Pero el camarero tampoco está contento:
_ Vamos, siga comiendo. Le quedan tres minutos.
_ No quiero más.
_ Venga, no sea tonto, ¡si está muy bueno!-. Ante mi asombro, me agarra por los hombros y empieza a zarandearme mientras canturrea.
_ ¡Ea, ea, ea!-. Sólo se detiene cuando me llevo el tenedor a la boca. Pero ¡ay de mí si me paro unos segundos! El zarandeo es cada vez más violento, los gritos más apremiantes. Por fin, mira su reloj y parece tan aliviado como yo.
_ ¡Diez minutos!-. Exclama, y se lleva el plato.
Me levanto y escapo. El aire fresco y el perfume del otoño me ayudan a olvidar el incidente. Más allá, la terraza de una cafetería me seduce.
_ Un café y una tarta de frambuesa.
La expresión del camarero es una mezcla de sorpresa e indignación.
_ Perdone, señor, pero dígame ¿a qué hora ha comido usted?
_ A las dos.
Sólo la sorpresa me impide añadir: “¿y a usted qué le importa?”.
_ Lo que me temía. Son las tres; hasta las cinco no le vuelve a tocar.
_ ¿Cómo que no me toca?¡Me apetece un café, y lo quiero ahora!
_ Sólo hace una hora que ha comido. No puede tener hambre tan pronto.
_ ¿Qué sabe usted si tengo hambre o no?
_ Tonterías, no es más que un capricho. Puede gritar todo lo que quiera, pero no le serviré nada hasta que hayan pasado tres horas.
Se me ocurre una pregunta capciosa:
- ¿Tres horas desde que empecé a comer o desde que acabé de comer?
El camarero acusa el golpe. Su desconcierto es evidente. En fin, me retiro antes de que encuentre una respuesta ingeniosa...