Con millones de billones de gramos de endorfinas corriendo por mi sangre miré a Diego por primera vez a los ojos, unos ojos grandes, negros, abiertos, hermosos, vivos y expresivos una mirada llena de energía que gritaba felicidad. En un estado de total cuelgue de la mejor marihuana y el más selecto de los vinos mi cuerpo se aferró al suyo y respiré su aroma.
Sentí que abrazaba a mis propias entrañas, que besaba el génesis de mi propia existencia y a la vez sabía su piel a futuro e independencia.
Hoy la realidad me ha abofeteado de pleno, después de tres meses de pasos inseguros he decidido pisar en firme y elegir un modo de educación.
Hoy he dejado por primera vez llorar a mi hijo conscientemente y he llorado yo con él.
He querido pensar que le estaba ayudando a dormir sólo y susurraba agazapada en el pasillo que era lo mejor para los dos puesto que no siempre voy a estar a su lado para dormirlo; si su evolución del sueño como algo natural le hubiera enseñado eso mismo con el paso de los años ya nunca lo sabremos ni él ni yo.
Insisto en pensar que el contexto social y cultural en el que mi hijo ha nacido fuerza las cosas a que así sean, a que seamos más duros con los niños que con nosotros mismos y que les dotemos de rasgos de adultos que a nosotros mismos nos cuestan o incomodan.
He privado a mi hijo del cariño de mi abrazo porque es algo que no podré ofrecerle en el futuro, no estaré a su lado cuando me necesite para dormir estaré fuera de casa probablemente trabajando, así que no cabe cuestionarse si es necesidad o dependencia, simplemente no va a tener mi calor en ese momento.
No voy a amarlo menos por ello, pero el hueco que existía en mis brazos mientras lo observaba llorar me dolía, y ese cariño y amor que emanaba mi cuerpo se ha perdido para siempre, no lo ha recibido mi hijo, y ya no se puede echar atrás; hoy ha cumplido tres meses y le he regalado una dura enseñanza, un poquito de independencia.