Os dejo una lectura.
LA GAUTIER
Todo el mundo conocía la historia de la Gautier, todo el mundo allí la apreciaba y todos los que podían moverse fueron a su entierro. La echarían de menos, y alguna que otra vieja amiga soltó unas lágrimas, pero nadie estaba triste por su muerte, quiero decir que nadie lamentó que ella muriese y comprendo el por qué.
Yo estuve presente en el funeral; fui más que nada acompañando a mi tía, que acudió por primera y última vez a despedir a un compañero de residencia.
Virginia, aunque todos se referían a ella como la Gautier, fue la pequeña y única niña de los tres hijos de un matrimonio acomodado de la ciudad, todos lo decían, y yo misma puedo verificarlo, pues en una ocasión vi una de sus fotografías, que fue una mujer francamente hermosa.
Vivían en una casa de dos plantas con cierto aspecto señorial, aunque no se pudiera decir que fueran una familia de las llamadas ricas, se daban algún que otro chapuzón en la abundancia. Haciendo esquina,casi enfrente, se encontraba la mejor casa de toda la calle, que podía verse con claridad desde la ventana de Virginia en la segunda planta. Estuvo vacía durante muchos años según recordaba ella, hasta que, contando ya con dieciséis , observó a través de las cortinas cómo la preparaban para la llegada de nuevos inquilinos.
Pronto llegaron a instalarse una viuda que entonces le pareció casi una anciana pero que no contaría con más de cincuenta ajados años y sus dos hijos que venían a estudiar a la capital. El pequeño cumplía doce y el mayor tendría por aquel entonces unos veinte y prometía con ser médico. Virginia quedó fascinada ante aquella primera visión del hombre más guapo y encantador que pudiera existir sobre la faz de la Tierra , aunque jamás llegara a cruzar una sola palabra con él.
Comenzó a albergar en su corazón un amor que creció desmedido, salvaje, alimentado por las imágenes que ella rellenaba y daba forma en sus fantasías.
Era tanto lo que lo amaba que le dolía, pero, impensable en aquellos tiempos que fuera ella la que se acercara a él, esperaba, imaginando una y otra vez cómo sería su primer encuentro. Se repetían historias en su mente que siempre acababan en boda. Se casó con él infinidad de veces, con distintos vestidos , con otro votos, pero siempre con el mismo hombre, el mismo amor de pelo anillado y profundos ojos negros. Un auténtico amor platónico , el amor que nunca falla, el que nunca se acaba, el que no te grita, siempre dispuesto para ti, un amor que no defrauda porque jamás se realiza.
Lo más parecido que tuvo a una relación con él fue pasar junto a su lado en una ocasión, tan de cerca, que lo atrapó unos instantes con las esencias de camelias que odoraba. Comentó en voz alta lo delicioso de aquel aroma, lo que volvió amapolas los blancos pómulos de la Gautier, que desde entonces no pasó ni un día sin perfumarse con aquella fragancia.
La mañana que murió Miguel, Virginia se despertó con los escalofríos de una fiebre de cuarenta grados. Todo su ser se estremecía, inquieto, presagiando la desgracia como un pájaro enjaulado presiente las sacudidas de un terremoto.
La noticia del accidente conmocionó a todos los vecinos y conocidos. Se unió a la enfermedad del cuerpo el desgarro del alma de Virginia, y la postró en la cama impidiendo que acudiese al sepelio y a las múltiples misas que se le dieron. Dos meses pasaron hasta que tuvo fuerzas para ponerse en pie, y seis hasta que fueron suficientes para salir de la casa.
El primer sitio al que se dirigió tras su semestre de reclusión fue a la casa de la esquina. Los cincuenta años de la viuda que antaño parecían setenta se habían tornado una centena . No hubo apenas conversación, ni sentidos pésames, ni condolencias, tan sólo una petición por parte de aquella muchacha todavía demacrada: un retrato de Miguel. Sin hacer preguntas ni poner objeciones, la viuda fue a buscarlo y se lo entregó a la Gautier como quien entrega un codiciado tesoro, comprendiendo ambas sin mediar palabras cuánto sufría la otra. Agradecida cruzó la calle y entró de nuevo en la casa.
Fueron pasando los años y no le faltaron pretendientes, toda una galería que los conoció de todas las edades, unos apuestos, otros no tanto, los hubo bien situados y también galanes de tres al cuarto, pero nunca cesaron en un desfile de empeños por cazar la belleza de aquel ángel que ya había consagrado su corazón y su vida a la memoria de un amor que nada tenía que ver con lo terrenal.
Ya que su amor topó con un inconveniente que no figuraba dentro de sus planes, aceptado el hecho de que contra la muerte no se podía luchar y que no tendría nunca aquella boda soñada, lejos de sentirse derrotada, en lugar de sumirse en la desesperación, buscó una alternativa para el cumplimiento de ese amor, y la encontró.
Incapaz de traicionarse a sí misma, ni de mancillar la imagen de Miguel, decidió no desposarse jamás con nadie, jurándole así fidelidad. Lo que no pudiera ser en esta vida lo sería en la vida eterna, lo cual, visto desde la óptica de Virginia, era mucho mejor que un noviazgo o un matrimonio frustrados. Lo único que le pesaba era no saber cuánto tiempo de espera le quedaría, pues, aunque muchos le preguntaron por qué aguardar durante tantos años su propia muerte en lugar de quitarse ella misma la vida, no estaba dispuesta a escoger el camino más fácil; Dios la llevaría junto a Miguel cuando llegara el momento, ni antes, ni después.
Cada día al despertar lo hacía con la ilusión de que fuera el último, y en conciencia se preparaba metódicamente para ello, sin olvidar jamás perfumarse con camelias.
Todos los años, coincidiendo con el aniversario de la muerte de su amor, encargaba que le trajesen un ramo con tantas camelias como inviernos se cumpliesen de su fallecimiento. Las revisaba una a una cuidadosamente, susurraba unas palabras, apartaba una que se quedaba ella y hacía llevar el resto al sepulcro de Miguel. Después se sentaba estrechando la flor en su pecho delante de la ventana del segundo piso mientras vivió en aquella casa, y desde el gran ventanal de la residencia años después, con la mirada perdida, hasta llegado el ocaso. Cerraba los ojos largo tiempo, suspiraba profundamente y se acostaba temprano, colocando bajo la almohada la camelia y esperando no levantarse. Pero aquel miércoles, el último en que celebrara tan ceremonial aniversario, según me contó mi tía, la Gautier se había levantado con un aura especial de felicidad, pues tal como presintió en su día la desgracia, auguró su cuerpo esta vez el alivio del descanso.
Llegaron aquella mañana a la residencia un ramo de setenta años de espera, pero en aquella ocasión la Gautier no dijo nada al examinarlo, tan sólo sonreía, satisfecha, mientras el chico del reparto hacía verdaderos esfuerzos por sostener tan ingente cantidad de flores.
Por fin escogió la camelia que debía perecer con ella, y como siempre en aquella fecha hizo llegar las restantes a una sepultura que jamás visitó en vida pero que tenía prevista desde siempre como compañera en la muerte.
Todos conocían el paso siguiente que aquel ritual anual , al que se habían acostumbrado, conllevaba. Dejaban el gran ventanal, el que mejor vista tenía, despejado para ella.
Se sentó como siempre hacía, estrechó la camelia contra su pecho como siempre hizo, contempló el atardecer hasta que el horizonte se hizo fuego, cerró los ojos, suspiró, y se fue con el amor al que dedicó su vida.
Cuando yo llegué a la residencia y mi tía me dio la noticia, todavía estaba la Gautier de cuerpo presente, y un denso olor a su fragancia impregnaba todas las estancias.
A veces me pregunto si alguna vez se cuestionó el hecho de que él no se enamorase de ella, que desperdició toda su vida esperando algo que irremediablemente nos llega a todos ; otras siento envidia por carecer de una fe semejante en la existencia de una vida mejor más allá de la conocida, esperando con toda mi alma que así sea.
Dice la gente que ya nadie muere por amar a nadie, pero yo conocí a quien vivió esperando morir para ello, sin sufrir sus miserias.