Lugar donde compartir el día a día de nuestros pequeños.

Moderadores: lolilolo, Titoi, Yuziel, rafi., Tote, Trece, nuriah, rosalina, ilargi, Kim, xirimiri

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por Espe
#55734 Hola chicas, ultimamente vengo teniendo muchas diferencias con mi esposo, porque él a la mínima cosita que ahcen las castiga, las manda a su cuarto y ellas rompen en llanto :cry:

Ya no se que hacer, ayer fue horrible, cogió a Mariana y la sacudió porque le dijo "malo" y se lo estuvo diciendo a cada rato, porque él le daba alguna orden y ella como no hace caso a la primera, él termina gritándole más fuerte, yo tenia a Jimena conmigo, también llorando porque se habia despertado de mal humor, y no queria nada, supuestamente ibamos a salir a la peluqueria y le estabamos diciendo que se lave la cara y que guarde los juguetes, a lo que no hacia mucho caso, por eso él se enfurece tanto, porque no le obedece.

La cosa es que yo terminé llorando con mis dos hijas, abrazandolas, y diciendole a la mayor que le pida disculpas a su papá, cualdo fue a decirle eso el le dijo ok, te perdono, pero igual sigues castigada...

:roll: :shock:

No se que hacer?? como explicarle que no las trate asi, a mi no me gusta, pero me siento debil para ahcerlo.

Espe
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por solecilla
#55735 ¿y dejándole algúno de los artículos sobre educación del foro?

hay un libro (como hablar para que sus hijos escuchen) que he empezado a leer. hasta ahora me parece muy bueno y super util. quizás podrías sugerir comprarlo y leerlo juntos (trae ejercicios para hacer en pareja, como entrenamiento y juegos de rol)

RECUERDA: las recomendaciones del foro NO PUEDEN sustituir a la consulta con un medico (NI LO PRETENDEN)
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por Espe
#55751 gracias solecilla, veré si lo consigo por acá, realmente a veces no se que pensar si él está haciendo lo correcto o no??... yo siento que no es la forma, aunque las quiere y las adora a sus hijas, dice que no le gusta castigarlas, sin embargo lo sigue haciendo...

Espe
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por rafi.
#55792 Espe , he buscado este capitulo del BESAME MUCHO que habla del bofetón y el castigo. Ya se que la cosa no se ha puesto tan fea en casa, y que tu socio no pega, pero pasasela a tu marido , que lea una reflexion sobre ello.

Un abrazo, guapa.

UNA BOFETADA A TIEMPO
Los niños nunca son demasiado pequeños para azotarles: como
los bistecs duros, cuanto más les golpeas, más se ablandan.
Edgar Allan Poe, Fifty Suggestions

Un cachete a tiempo puede descargar la atmósfera tanto para los padres como para el niño.
Dr. Spock

Muchos psicólogos y educadores han cantado las excelencias de las bofetadas.
En España, docenas de niños mueren cada año asesinados por sus padres. (Entre 1991 y 1992, los servicios de protección de menores confirmaron en España 8.565 casos de malos tratos. En Estados Unidos se contabilizaron 1.185 muertes en 1995, lo que representó un 34 por ciento más que diez años antes.) Sin embargo, la coincidencia a comienzos del año 2000 de tres o cuatro casos de asesinatos protagonizados por adolescentes desencadenó una ola de histeria, como si fueran los hijos los que habitualmente maltratan a los padres. Llegué al oír a un sesudo experto afirmar en una tertulia radiofónica que esto era consecuencia de la intromisión del Estado en la esfera familiar, pues pocos años atrás se había prohibido por ley pegar a los niños. ¡Una bofetada a tiempo hubiera evitado estos crímenes! El niño que a los ocho años recibe una buena bofetada de sus padres aprende que los conflictos se resuelven a golpes y que los fuertes pueden imponer sus puntos de vista sobre los débiles. Ignoro cómo esta temprana enseñanza y este vivo ejemplo ayudan a impedir que se convierta en un adolescente asesino.
Veamos un caso concreto. Jaime se considera un buen esposo y un padre tolerante, pero hay cosas que le hacen perder los estribos. Sonia tiene un carácter difícil, nunca obedece y encima es respondona. Se «olvida» de hacerse la cama, aunque se lo recuerdes veinte veces. Es caprichosa con la comida; las cosas que no le gustan, ni las prueba. Cuando le apagas la tele, la vuelve a encender sin siquiera mirarte. Te coge dinero del monedero, ni siquiera se molesta en pedirlo por favor. Interrumpe constantemente las conversaciones. Cuando se enfada (lo que ocurre con frecuencia), se pone a llorar y se va corriendo a su habitación dando un portazo. A veces se encierra en el cuarto de baño; en esos momentos, ningún razonamiento consigue tranquilizarla. De hecho, una vez hubo que abrir la puerta del baño a patadas. Pero lo que realmente saca a Jaime de quicio es que le falte al respeto. Anoche, por ejemplo, Sonia cogió unos papeles del escritorio para dibujar algo. «Te he dicho que no cojas los papeles del escritorio sin pedir permiso», le dijo Jaime. «¿Pero qué te has creído? ¡Yo cojo los papeles que me da la gana!», respondió Sonia. Jaime le pegó un bofetón, gritando: «¡No me hables así. Pide perdón ahora mismo!»; pero Sonia, lejos de reconocer su falta, le plantó cara con todo desparpajo: «¡Pide perdón tú!» Jaime le volvió a dar un bofetón, y entonces ella le gritó: «¡Capullo!» y salió corriendo. Jaime tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse y no seguirla. En estos casos es mejor calmarse y contar lentamente hasta diez. Por supuesto, Sonia estará castigada en casa todo el fin de semana.
Hasta aquí la historia. Supongamos ahora que Sonia tiene siete años y Jaime es su padre. Y usted, ¿qué opina? ¿No es éste uno de esos casos en que a cualquiera «se le iría la mano»? ¿No sirvió esta bofetada para descargar la atmósfera, como tan bien decía el Dr. Spock? ¿Qué pueden hacer en un caso así esos fanáticos que prohibieron por ley las bofetadas? ¿Van a denunciar a este padre ante los tribunales por pegar un bofetón a una niña que, por cierto, se lo tenía bien merecido? ¿No es mejor dejar que estos problemas se resuelvan en el ámbito familiar sin intervenciones externas? Tal vez incluso esté usted pensando que una niña nunca habría llegado a ser tan desobediente y respondona si le hubieran dado una buena bofetada hace tiempo. Esta situación parece típica de niños malcriados por padres permisivos que no saben establecer límites claros, que no imponen la necesaria disciplina: lo que hoy está permitido, mañana provoca una respuesta desmesurada, con el resultado de que el niño está confuso y es desgraciado.
¿Y si yo le dijera, amable lector, que Sonia tiene en realidad diecisiete años y que Jaime es su padre? ¿Cambia eso algo? Repase la historia a la luz de este nuevo dato. ¿Le parece tal vez que es demasiado grande para pegarle, para apagarle la tele o para hacerle pedir permiso antes de coger una simple hoja de papel? ¿Le parece adecuado que un padre abra a patadas la puerta del baño donde está su hija de diecisiete años? ¿Empieza tal vez a sospechar que se trata de un padre obsesivo, tiránico y violento, y que la respuesta de su hija es lógica y comprensible?
Y si es así, ¿por qué esta diferencia? Reflexione unos momentos sobre los criterios que ha usado para juzgar a este padre y a esta hija. ¿Están los niños pequeños más obligados que los adolescentes a respetar las cosas de los mayores, a recordar y cumplir las órdenes, a obedecer sonrientes y sin rechistar, a hablar con amabilidad y respeto aunque por dentro estén enfadados, a mantener la calma y no llorar ni dar escenas? ¿Son más perjudiciales los gritos y los golpes para el adolescente que para el niño pequeño? No son ésos los criterios que sigue la Justicia con los menores de edad. Antes bien, cuanto más pequeño es el niño, menos responsable le consideran los jueces y menor es el castigo (si es que existe algún castigo). ¿Quién tiene razón: el Estado «intervencionista», que no considera al niño responsable de sus actos, o el padre «justo y sabio», que corrige a su retoño cuando aún está tierno? Quizá, en vez de asistentes sociales, educadores, tribunales de menores y reformatorios, sería mejor abrir cárceles de máxima seguridad y restablecer la tortura para los delincuentes juveniles.
Pero todavía queda una posibilidad aún más inquietante. ¿Y si yo le digo ahora que Sonia tiene veintisiete años y que Jaime es su marido? (No, no estoy haciendo trampa. Vuelva a leer la historia: en ningún momento había escrito que Sonia fuera la hija. ) ¿Le parece normal que un marido le apague la tele a su esposa «porque ya ha visto suficiente», que le ordene hacerse la cama, que la obligue a comérselo todo, que le prohíba coger un papel o que le pegue un bofetón? ¿Sigue pensando que Jaime es un buen marido, pero que el carácter difícil de Sonia le hace perder a veces los estribos? ¿Acaso no es un derecho y un deber de cualquier marido corregir a su esposa y moldear su carácter, recurriendo si es preciso al castigo («quien bien te quiere, te hará llorar»)? ¿Acaso no juró ella, ante Dios y ante los hombres, respetar y obedecer a su marido? ¿Ha de intervenir el Estado en un asunto estrictamente privado?
¿Por qué al leer por vez primera la historia de Jaime y Sonia pensó usted que Sonia era una niña? Pues precisamente porque Jaime le gritaba y le pegaba. Inconscientemente, usted ha pensado: «Si la trata así, debe de ser su hija.» No se nos ocurre que se pueda tratar así a un adulto, lo mismo que al leer las palabras «ataque racista» en un titular, no se nos ocurre pensar que las víctimas puedan ser suecas.
La violencia nos parece más aceptable cuando la víctima es un niño; cuanto más pequeño, mejor.
Veamos otro ejemplo. Pedro, de seis años, pide un chicle en la panadería. Maite finge no haberle oído. Pedro insiste. «Un chicle, por favor.» «No.» «¡Quiero un chicle!» «¡Te he dicho que no!» «¡Quiero un chicle!» «Mira, es que me pones de los nervios. Te he dicho veinte veces que no te doy ningún chicle exclama Maite mientras agarra fuertemente al niño por un codo y lo arrastra fuera de la panadería.
¿Quién no ha visto, quién no ha vivido una escena así? Es fácil comprender que una madre acabe por perder la paciencia...
¿Y si resulta que Maite no es la madre? La madre, amable lectora, es usted. Ha enviado usted a su hijo Pedro, con una monedita en la mano, a comprar un chicle (no hay ni que cruzar la calle), y Maite, la panadera, lo ha tratado de ese modo. ¿No iría usted a protestar? ¡A que no vuelve a comprar en esa tienda!
La violencia contra un niño nos parece más aceptable cuando el agresor es un padre o maestro que cuando es un desconocido. De hecho, jamás permitiríamos que un desconocido se acercase a nuestro hijo en la calle y le pegase.
Y para el niño, ¿qué es más aceptable? La agresión de un desconocido te puede causar dolor físico y miedo. Pero, ¡tu propio padre! Al dolor y al miedo se unen el asombro, la confusión, la traición, la culpa (sí, la culpa; aunque parezca increíble, los niños tienden a pensar que, si les pegan, es porque se lo habrán merecido. Incluso los que sufren las palizas de un padre alcohólico se sienten culpables). Un desconocido sólo golpea tu cuerpo; tus padres, además, pueden golpearte el alma.
Imagine ahora que su hijo, de diez años, ha tenido una disputa en el colegio. Un empujón, una zancadilla, unos cuantos insultos, un revolcón por el suelo... Resultado final: un niño lloroso, la ropa sucia y un arañazo en la rodilla. ¿Iría usted a protestar al colegio o a hablar con los padres de los agresores o con los agresores mismos? Probablemente no, salvo que las agresiones fueran continuas o se produjeran lesiones graves. Al fin y al cabo, «son cosas de niños». Es más, muchos padres y no pocas madres le dirían a su hijo que lo que tiene que hacer es dejar de lloriquear y plantar cara a los matones...
Perdón, ¿he dicho su hijo de diez años? Quería decir su marido de treinta. Un compañero de oficina, tras una discusión, le ha pegado un puñetazo y le ha tirado al suelo mientras los demás colegas se reían y gritaban: «¡Dale, dale fuerte!». ¿Hay alguna diferencia?
Claro que la hay. Un comportamiento así nos parece inaceptable. No hace falta esperar a que se repita cada día, ni a que haya un hueso roto. He visto poner una denuncia ante los tribunales por mucho menos. El adulto que denuncia una agresión no es un quejica ni un chivato, sino que está defendiendo sus derechos. Los niños, en cambio, están sometidos a una ley del silencio tan dura como la de la mafia, y cualquier queja puede ser recibida con el desprecio de los compañeros e incluso de los profesores.
Podemos inventar mil excusas para maquillar la realidad, pero lo cierto es que nuestra sociedad condena la violencia, excepto cuando la víctima es un niño. Si la víctima es un niño y si el agresor es otro niño, un maestro o sobre todo un padre, se toleran y a veces aplauden dosis increíbles de violencia. David Finkelhor, un sociólogo norteamericano que ha investigado en profundidad la violencia familiar y los malos tratos, señala tres motivos principales por los que los niños son agredidos con tanta frecuencia:
1) Los niños son débiles y dependen de los adultos.
2) La justicia no se ocupa de protegerles, y la sociedad no condena las agresiones.
3) Los niños no pueden escoger con quién se relacionan: no pueden cambiar de padres, de escuela o de barrio cuando quieren.
¿Estoy diciendo entonces que no podemos jamás, por ningún motivo, pegar a un niño? Exactamente. ¿Y cómo podemos entonces imponer disciplina? Imagínese que su hijo hace exactamente lo mismo dentro de quince años. No le podrá pegar porque será más fuerte que usted (ése es, no nos engañemos, el principal motivo por el que no pegamos a los chicos mayores). ¿Cómo resolverá entonces la situación? Pues vaya practicando.
Estoy de acuerdo con Spock cuando afirma que algunos padres, en vez de pegar a sus hijos, recurren a formas todavía más dañinas de violencia, como la humillación, los gritos constantes, las burlas o el desprecio. Como en todo, hay gradaciones; y las burlas e insultos cotidianos pueden ser peores que una bofetada flojita de tarde en tarde. Pero eso no me sirve como justificación para las bofetadas.
¿Debe detener la policía a los padres que pegan a sus hijos? O, en un sentido más amplio, ¿somos malos padres porque alguna vez hemos pegado a nuestros hijos? ¿O porque les hemos pegado muchas veces? ¿Sufrirá mi hijo un «trauma» por aquella vez, hace doce años, que perdí los nervios y le pegué?
Por supuesto, la policía y la justicia han de intervenir en los casos graves de violencia y crueldad; y otros casos un poco menos graves caerán en el terreno de la psiquiatría y del trabajo social. Pero no es menos cierto que sería difícil encontrar a un padre que nunca ha levantado la mano o la voz contra un hijo.
También hay matrimonios, parientes, amigos o compañeros de trabajo que alguna vez (o muchas veces) han discutido agriamente, se han insultado o ridiculizado, incluso se han golpeado, y sin embargo han conseguido la reconciliación y el equilibrio. Sin duda, en muchos casos leves de violencia, tanto en la familia como fuera de ella, la intervención de la policía y de los jueces no haría más que empeorar la situación y dificultar un arreglo amistoso.
Lo que diferencia, a mi modo de ver, la violencia contra los hijos de otros tipos de violencia en nuestra sociedad, lo que la convierte en una intolerable ignominia, es la justificación. No sólo una parte importante de la opinión pública, sino también un gran número de profesionales e intelectuales, por lo demás cultos, amables y respetuosos, insisten en afirmar que la «bofetada a tiempo» no sólo es admisible, sino recomendable, que constituye un procedimiento «educativo» útil y valioso que ayuda a la víctima a ser mejor. Se le dice a la víctima que «es por tu propio bien» e incluso, en el colmo del cinismo, que «a mí me dolió más que a ti». Nadie, al menos en un país democrático y a principios del siglo XXI, se atrevería a justificar de ese modo la violencia si la víctima fuera un adulto.
No hace falta llegar a los casos extremos que salen en los periódicos, a las quemaduras de cigarrillo o a los huesos rotos. Cada día hay niños entre nosotros que reciben bofetadas por «contestar» a un adulto, que escuchan gritos, burlas e improperios por actividades perfectamente inocentes, que son castigados por accidentes o errores involuntarios, que son recluidos durante horas en cuartos convertidos en celdas de castigo, que son obligados a volverse a tragar lo que acaban de vomitar o castigados sin ejercicio al aire libre o sin actividades de ocio. Y todo ello en base a leyes y reglamentos que no están escritos, normas que a menudo se inventan después de producirse los hechos, mediante juicios en que una misma persona es policía, testigo, juez y verdugo sin ningún documento escrito, sin defensor, sin posibilidad de recurso (la protesta suele generar un aumento del castigo). Si todo eso no ocurriera en un hogar, sino en una prisión, y las víctimas no fueran niños, sino criminales y terroristas, se producirían interpelaciones en el Parlamento.
Propongo que pongamos fin a esta justificación. Que dejemos de pensar como vivimos, e intentemos vivir como pensamos.
Y si alguna vez «se nos va la mano» con nuestro hijo, hagamos exactamente lo mismo que si se nos fuera la mano con un compañero de trabajo o un familiar adulto:
—Procurar por todos los medios que eso no ocurra.
—Reconocer que hemos hecho mal y sentirnos avergonzados.
—Pedir perdón a la víctima.
Un experto en pegar a los niños
No podría acabar este capítulo sin pasar revista a los argumentos de algunos partidarios de las bofetadas. Hay partidarios clásicos, como los que cita Miller:
Esta paliza no deberá ser un simple juego, sino que habrá de convencerlo de que vosotros sois sus amos [...]. Sin embargo, tendréis que guardaros muy bien de que, al castigarlos, la ira se apodere de vosotros, pues el niño será lo suficientemente perspicaz para advertir vuestra debilidad y considerar como un efecto de la ira el castigo que, a sus ojos, hubiera debido ser la aplicación de la justicia. (J. G. Krüger, 1752.)
Entre los autores modernos, no he encontrado a ninguno tan convencido como el Dr. Christopher Green, norirlandés afincado en Australia y autor de un libro de título revelador: Cómo domar a los niños. (El título original usa la palabra toddler, un término intraducible que designa a los niños de aproximadamente uno a cuatro años.)
Comienza Green afirmando que «en modo alguno justifica las palizas, los castigos excesivos, la violencia o el abuso de los niños». A continuación, acusa a «ciertos activistas anticastigo corporal» de:
[...] usar su posición y desinformación para causar preocupación innecesaria en la mayoría de los buenos padres que no están en contra de una bofetada ocasional.
No queda claro si los «buenos padres» son buenos a pesar o precisamente a causa de la bofetada. Es admirable la inversión de la culpa: la víctima no es el niño al que su propio padre ha pegado una bofetada, sino el pobre padre que ha sufrido una «preocupación innecesaria» por culpa de los activistas desinformados. ¿No podría ocurrir que una «preocupación innecesaria a tiempo» sea beneficiosa para la educación de los padres?
Describe luego Green algunos casos en que se usan mal las bofetadas: la falta de consecuencia (el padre se arrepiente de haber pegado a su hijo y cede), la gota que colma el vaso (el padre soporta «una larga serie de molestias» y al final salta ante un hecho de poca importancia), el peligro de que el niño responda y pegue al padre, la indiferencia del niño:
Algunos niños pequeños están excepcionalmente dotados para el teatro. Cuando se les golpea, aguantan estoicamente como Rambo cuando le interrogan, te miran a los ojos y con la más absoluta insolencia dicen: «¡No me ha dolido!» Por supuesto que ha dolido, pero saben que esta reacción enfurecerá y castigará al que les golpea por haber levantado un dedo contra alguien tan importante.
Estamos hablando de niños de menos de cuatro años. A esa edad (y también más tarde), un niño al que se le da una bofetada ocasional reacciona con incredulidad y asombro, frustración y llanto incontrolable. Un niño ha de estar «curtido» por docenas de bofetones para ser capaz de aguantar el llanto y contestar «no me ha dolido». Una vez más, se culpabiliza a la víctima: es el niño golpeado el «insolente», el que «hace teatro», el que «se cree muy importante», el que «castiga». ¿Debemos entender que el padre que golpea repetidamente a un niño de tres años no es insolente, comediante ni engreído, sino todo lo contrario, amable, sincero y humilde?
Si no lloras cuando te pegan, eres insolente; pero, ojo, si lloras, eres manipulador, como advierte el Dr. Green en otro pasaje:
«Cada vez que alzo la voz para imponer disciplina, se deshace en llanto.» Esta es una situación frecuente en que la disciplina correcta y apropiada nos sale por la culata y deja a los padres castigados, confusos y con sentimiento de culpa [...]. Saben que tienen malas cartas, pero usan las lágrimas como un triunfo ante sus padres.
La traducción no hace justicia a las generosas opiniones del Dr. Green sobre los niños, pues to trump significa al mismo tiempo «jugar una carta de triunfo» e «inventar una falsa historia para engañar a alguien». Así pues, amable lector, si tu padre te pega, no llores mucho (pues harás sentir culpable a tu padre), pero tampoco te abstengas de llorar (lo que tendría el mismo fatal resultado). Los buenos hijos, siempre preocupados por no causar un trauma psicológico a sus padres, responden a las bofetadas con un llanto breve y bien modulado que exprese profundo agradecimiento por los paternales desvelos y decidido propósito de enmienda.
A continuación explica el Dr. Green la forma correcta de abofetear a los niños. (Sí, amigo lector, se han publicado en nuestro país y en otros países civilizados manuales prácticos para enseñar la técnica de golpear a los niños; y tales libros no han sido retirados del mercado, ni sus autores denunciados. ¿Se imagina el escándalo si existiera un manual para policías titulado Domar sospechosos, explicando la forma correcta de golpear a un detenido?) Afirma Green que es mejor abofetear a los niños más pequeños, de dos años, por que con ellos es más efectivo el método, y que una bofetada tiene un rápido efecto, establece claramente los límites, impide la escalada del conflicto, resuelve una situación de empate y es muy valiosa para evitar que el niño vuelva a cometer actos peligrosos.
Como ejemplo de esto último, un niño trepa sobre la barandilla del balcón. ¿Qué mejor, dice Green, que una «bofetada fuerte» para evitar que lo vuelva a hacer? Pues bien, hay muchas cosas mejores. En primer lugar, un niño de dos o tres años no puede trepar sobre la barandilla de un balcón si no se ha producido un grave fallo de seguridad: no debe haber macetas por las que trepar, la barandillas con barrotes horizontales deberían estar prohibidas por la ley y un niño de esa edad jamás debería quedarse solo en un balcón. Si nos despistamos un minuto, lo siguiente que veamos puede ser a nuestro hijo encima de la barandilla. No le pegamos para «educarle», sino para descargar sobre él la culpa que en realidad sabemos nuestra por habernos despistado. Puesto que somos humanos, y por tanto imperfectos, tarde o temprano nuestro hijo se pondrá en peligro durante un descuido: en el balcón, cruzando la calle, acercándose a la cocina o metiendo los dedos en un enchufe. Por supuesto, no sería adecuado en un caso así limitarse a sonreír y decirle: «¡Ay, pillín, no vuelvas a abrir la llave del gas!» Pero la respuesta lógica y espontánea de cualquier padre: ponerse muy serio, gritarle que eso no se hace, que la cocina es «pupa» y sacarlo inmediatamente de la cocina cerrando la puerta son más que suficientes para que rompa a llorar cualquier niño que no esté acostumbrado a las bofetadas. Si el niño tiene la edad y madurez suficientes (digamos unos cuatro años), bastará eso para que no vuelva a tocar el gas en su vida. Si el niño tiene año y medio, más vale mantener la vigilancia porque probablemente es incapaz de entender, con o sin bofetada, qué peligro puede haber en la llave del gas.
Otro experto en bofetadas, esta vez español, es el Dr. Castells, psiquiatra infantil. Propone, entre otros, un uso realmente original de la bofetada:
Cuando su hijo se ponga a llorar por las buenas, desconsolado y gratuitamente, es preferible darle un motivo concreto; por ejemplo, una buena bofetada.
¿Lloran los niños sin motivo? ¿Alguna vez, amigo lector, ha llorado usted sin motivo? El niño llora por hambre o por frío, por dolor o por cansancio, por frustración o por rabia, pero en cualquier caso llora por algo. Lo más próximo a «llorar sin motivo» de que es capaz un ser humano se produce en la depresión; y, hasta donde yo sé, las bofetadas no son un método habitual para tratar la depresión en el adulto. Por si acaso, si alguna vez me siento deprimido, me guardaré mucho de pisar la consulta de cierto psiquiatra...
Lo que se está diciendo a los padres es que desoigan y desprecien el llanto de su hijo, que no intenten calmarle, consolarle, escucharle, averiguar qué le pasa u ofrecerle al menos contacto y compañía. ¿Por qué preocuparse por el sufrimiento de su hijo, por qué intentar compartir su sufrimiento (con padecer), si es mucho más fácil arrearle una bofetada y todos contentos?
Si vuestro hijo no quiere aprender porque vosotros así lo queréis, si llora con la intención de desafiaros, si causa daños para ofenderos, en una palabra, si quiere salirse con la suya: ¡adelante con los golpes y a darle hasta que grite: «Basta, papá, basta!» (Krüger, 1752, citado por Miller.)
Los que prefieran el camino difícil, usar la palabra en vez de la violencia, disfrutarán con el libro, tan distinto, de Cubells y Ricart (un pediatra y una psicóloga infantil). Ellos parten de una premisa fundamental:
También hay que olvidar el tópico de que el niño llora porque quiere. Para llorar es necesario estar sintiendo alguna cosa.
Sorprendentemente, los partidarios de la bofetada con frecuencia se sienten en la necesidad de lavar su imagen:
Ante todo, permítanme afirmar inequívocamente que no soy un entusiasta de las bofetadas. (Green.)
Con lo dicho, no vaya a creer el lector que somos unos sádicos y acérrimos abofeteadores de infantes. (Castells.)
¡No, por Dios! Ni por un momento lo habíamos creído...
Uno de los aspectos más terribles de la violencia hacia los niños es la facilidad con que se transmite de generación en generación. Castells lo expresa con claridad (pues es un dato bien conocido por la ciencia, y como psiquiatra no puede ignorarlo):
Asimismo, somos conscientes de que hay progenitores fervientes partidarios de los castigos físicos, porque, a su vez, fueron pegados insistentemente cuando eran pequeños.
Sí, los niños maltratados se convierten con frecuencia en padres maltratadores. Varios motivos contribuyen a mantener esta nefasta cadena. Por una parte, el niño crece sin conocer otro modelo, otra manera de hacer las cosas, otra forma de educar. Crece, también, con problemas psicológicos fruto del maltrato recibido, problemas como la agresividad o la incapacidad para empatizar con el sufrimiento ajeno. Pero, también, y tal vez sobre todo, el niño crece con la necesidad de justificar a sus padres. Los hijos quieren a sus padres con locura y sienten la obligación de justificarlos. Todo lo que hicieron mis padres, bien hecho estuvo. Si yo no pego a mis hijos, es como si les pasase por la cara a mis padres que hicieron mal en pegarme a mí. Con absoluta devoción filial, Castells cae, sólo una página después, en el mismo defecto que antes ha atribuido a otros:
Todos —o la gran mayoría— hemos recibido algún que otro sonoro cachete de nuestros padres que, curiosamente, recordamos de mayores con cariño y, también, añoranza de que ya no están para volver a propinárnoslo.
Mucho antes, Théophile Gautier lo había expresado con palabras más hermosas al describir la desolación del joven barón de Sigognac (El capitán Fracasse):
La solicitud de su padre, que pese a todo echaba de menos, apenas se había traducido en algunas patadas en el trasero o en ordenar que le dieran de latigazos. En estos momentos sentía tanta añoranza que hubiera sido feliz de recibir una de estas amonestaciones paternas cuyo recuerdo le hacía venir lágrimas a los ojos, pues una patada de padre a hijo no deja de ser una relación humana...
Una relación humana, en efecto. Los niños necesitan tan desesperadamente el contacto y la atención de sus padres que son capaces incluso de aceptar los malos tratos como prueba de cariño, a falta de algo mejor. Algunos niños que no logran recibir suficiente atención «sana» por las vías normales llegan a buscar una atención patológica por vías anómalas. Son niños «malos», desafiantes, que «parece que la estén buscando»
Algunos padres explican la bofetada diciendo: «La estaba pidiendo a gritos.» ¿Cree que su hijo pediría una bofetada si pudiera o si supiera cómo pedir alguna otra cosa, si se sintiera capaz de obtener otra cosa, si fuera capaz (en los casos más graves) de concebir la existencia de otra cosa?
Yo también espero que, algún día, mis hijos me echen de menos con lágrimas en los ojos o me recuerden con cariño. Pero espero que no sea por una patada, ni por una bofetada. Y a usted, ¿qué recuerdo indeleble le gustaría dejar?
EL CASTIGO
Muchos que están en contra de las bofetadas defienden, en cambio, otras formas de castigo: la retirada de privilegios (sin postre o sin televisión), las consecuencias naturales («como no cuidas los juguetes, los guardaré»)... La sociedad norteamericana parece especialmente obsesionada por el castigo, o al menos en sus telecomedias se asombra uno de ver a adolescentes que son casi hombretones diciendo espontáneamente: «Sé que he hecho mal, no podré salir en doce semanas.» No creo que los niños necesiten castigos para aprender, lo mismo que no los necesitamos los adultos. Los niños desean hacer felices a sus padres y lo intentan con todo su entusiasmo (aunque no siempre saben cómo). El que sabe que ha hecho mal, intentará no volverlo a hacer y no necesita ningún castigo. Al que no lo sabe, basta con decírselo. Si no está de acuerdo, si él cree honradamente que ha hecho bien, no cambiará de opinión por un castigo. Antes bien, sentirá rabia y humillación y volverá a hacer lo mismo en cuanto pueda. Lo más que te pueden enseñar los castigos es a hacer ciertas cosas con disimulo, para que no te pillen. Eso no es una conciencia moral, sino pura hipocresía.
Es perfectamente posible educar a un niño sin castigos y sin la amenaza del castigo

Opinina sobre la Guía Dormir sin llorarAQUI

Rafi & Alberto, Super-Víctor y el pequeño-GRAN Diego. Ya estamos todos !
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por mariquilla
#55848 Coincido con sole. El libro (además del bésame mucho) de cómo hablar con tus hijos es muy útil. Hasta para niños pequeños. Es estilo americano, pero muy ilustrativo

Mamá de JULIO (3/12/2004)
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por Espe
#56005 Gracias chicas, GRACIAS RAFI, la verdad es que no hemos llegado a tanto, gracias a Dios, anoche conversé con él acerca de la manera que él tiene de corregir, y la cual yo muchas veces no comparto, a él lo que le molesta es que luego de reprtirle varias veces algo p.e. que vaya a lavarse la cara, ella no haga caso, hasta que ya llega el punto en el que le grita y claro ella llora, también le dije que a mi me duele mucho verlas llorar, yo no voy a negar que muchas veces me han sacado de mis casillas y también las he gritado y a veces hasta he llegado a pegarles (de lo cual me arrepiento :oops:) y no lo he vuelto a hacer, es más estoy siendo mucho, pero mucho más cariñosa con ellas y trato de razonar, y sino puedo razonar pues las perdono porque aun son unas niñas, pero ahi me entra la duda de si las estaré malcriando??

Por ejemplo:

Mariana (5 años) ya puede cambiarse sola, pero no le da la gana entonces yo la ayudo en ponerse casi todo. según mi esposo hago mal.

Puede comer sola, pero quiere que le llenen la cuchara para ella se lleve el bocado a la boca (hago bien o mal?) según mi esposo hago mal.

Con Jimena (3 años) sucede casi lo mismo, ella ya puede comer sola, pero se demora un siglo!!! por lo tanto yo le doy de comer en la boca (hago bien o mal?) según mi esposo hago mal.

Siempre le decimos que se paure, pero ella sigue hablando de cualquier cosa, y la hora se pasa, entonces, tenemos que recurrir a la amenaza (que no me gusta, pero es lo único que funciona) de dejarla y le decimos que ya nos vamos y recién alli, reacciona y corre a mis brazos a decirme que no la deje, y yo la ayudo a terminar su yogurt, pero mi esposo dice "déjala, que se quede, algun dia tiene que aprender", ami se me parte el alma de sólo pensarlo. Por eso no se que hacer.

Gracias a todas por sus consejos y el tiempo que dedican a leerme...
Voy a ver de comprar los libros que me han recomendado.
Un beso y fuerte abrazo.

Espe
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por hijomama
#56038 DESPUÉS DE LEER EL ARTÍCULO DE RAFI, ME QUEDÉ CON UN NUDO EN LA GARGANTA, SI BIEN ES CIERTO QUE MUCHAS VECES PERDEMOS LA PACIENCIA, ESPERO NUNCA LLEGAR A ESE PUNTO... EN EL QUE SE USA LA FUERZA CON UN NIÑO Y MUCHAS VECES CON BEBÉS :cry:

ESPE NO SÉ SI MALCRIAR ES LA PALABRA JUSTA PARA LO QUE HACES, TEN EN CUENTA QUE SI BIEN DEJARON DE SER BEBÉS, TUS HIJAS SON MUY PEQUEÑAS AÚN, NO TENGO EXPERIENCIA CON ESTE TIPO DE SITUACIONES YA QUE MI HIJO TIENE SOLO 18 MESES,Y ADEMÁS LO CRÍO SOLA, PERO TIENE QUE HABER OTRA MANERA PARA QUE ELLAS NO ESTÉN A LA DEFENSIVA CON SU PADRE, SABEN QUE TU LAS CONSUELAS,PERO ES MEJOR QUE EL PADRE INTENTE OTRA MANERA DE SABERLAS LLEVAR, Y LO MEJOR ES LA INFORMACIÓN Y EL DIÁLOGO.

TE MANDO UN ABRAZO FUERTE

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por Espe
#56050 es justamente lo que estoy tratando de hacer con mi esposo, como lo comenté antes, anoche conversé con él, hoy aproveché mi hora de refrigerio para ir a comprar el libro recomendado, pero no lo encontré, tendré que ir a otra librería más grande (Crisol) de hecho alli lo encuentro.

Yo también pienso que el diálogo y los abrazos son lo mejor... :wink:
Sólo que a veces los pensamientos estan revueltos y tienes que ponerlos en orden...
gracias!!!

Espe
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