ILLUIN Y LA LUNA
“Érase una vez una mujer que se llamaba Illuin. Por las noches, subía a la terraza de su casa y le hablaba a la luna. A ella le contaba sus sueños, sus secretos, sus anhelos, y a ella le susurró, antes que a nadie que iba a ser madre y que una vida crecía dentro de ella. A la luna le contó también entristecida, tiempo después, mientas alimentaba con su pecho a su pequeño, que en su pueblo, hace tiempo llegaron un grupo de Sabios que habían convencido a toda la localidad de que el exceso de contacto, a los niños, no les hacía ningún bien. Las nanas eran cosa del pasado, mecerlos, acunarlos en brazos, dormir con ellos era malo, perjudicaba al niño así que había que hacerlos fuertes, independientes de bebes, para que más adelante no tuvieran problemas en su vida de adultos. Habían solucionado problemas de varios pequeños y la gente, agradecida, había convertido en norma sus teorías y consejos. Eran sabios, venían de lugares lejanos y eran conocidos por todo el país. Realmente había sido un honor poder contar con su presencia y con sus consejos.
Illuin lloraba mientras se lo contaba a la luna, porque su corazón, su alma y sus manos le gritaban cada segundo, cada minuto, cada hora del día y de la noche justo lo contrario. Si su bebé lloraba, le llamaba, le tendía los bracitos, no podía sino correr a atenderle, a abrazarle, a calmarle, cantarle y besarle hasta que todo pasaba y se quedaba dormido en su pecho. No veía nada de malo en ello y el bebé se calmaba y se dormía. A ella también le gustaba la compañía y las caricias de su hombre, así que, ¿por qué negárselos a un bebé que era mucho más indefenso? Cuando el niño le sonreía al verse mecido y cerraba sus ojitos, Illuin veía recompensados todos sus esfuerzos y desvelos.
Un día, una anciana sentada bajo un enorme árbol, le vio con su pequeño. Era un caluroso día de verano e Illuin le preguntó si podían compartir con ella la sombra un ratito antes de seguir su camino hacia casa. La anciana gustosa de participar en la alegría del pequeño, enternecida por su sonrisa, aceptó encantada. Charlaron mientras observaban al bebe. La anciana, amable y cariñosa, le contó que las cosas no siempre habían sido así pero que desde el paso de los Sabios el pueblo no sólo había abandonado otras maneras de criar sino que las había olvidado completamente, quedando como cosa del pasado más remoto que era absurdo recuperar.
Illuin sabía que si en el pueblo se averiguaba como mimaba a su pequeño sería amonestada y tendría que cambiar para seguir viviendo en su casita, junto a los suyos. Le preocupaba su situación, siempre escondida, siempre callada, siempre apartada y siempre maquillando la verdad para que nadie sospechara nada.
Pero la luna le sonrió, se mostró más bella, grande y luminosa que nunca una noche. Illuin supo que era una llamada, que la luna le pedía que la siguiera. Cogió a su bebé, lo cargó con una tela con ella para tenerlo, como siempre, cerca y que se sintiera seguro durante el camino que iban a emprender y salió silenciosamente del pueblo, sabiendo que ya no regresaría. No se despidió de nadie, no dejó ninguna nota. Estaba segura de que su marido sabría encontrarla porque se amaban pero para ella era muy importante seguir el dictado de la luna, de esa luna confesora redonda, blanca y brillante que la acariciaba con su luz.
La noche era despejada y fresca, Illuin seguía el rastro de la luna sin mirar atrás, firme en su paso y tras andar, nunca supo cuanto tiempo, divisó un oasis. En el centro del oasis una charca de agua, y la luna, bella, grande y luminosa en el mismo centro. Alrededor del agua, en la orilla un grupo de madres, con sus pequeños, algunos jugando, otros mamando, alguno dormido al son de una nana. Que oasis más hermoso, pensó, sería bueno descansar aquí si es lo que la luna me muestra. Al fin y a cabo, ellas ven la misma luna que yo. Parecen tan felices aquí, se respira tanta calma, que distinto de nuestro pueblo.
Illuin se acercó despacio, titubeante. Justo antes de entrar en el oasis se volvió a parar y las siguió mirando durante un rato sin decidirse a hacer nada más. Al cabo de un tiempo, respiró hondo y sin mediar palabra, se presentó junto a ellas. L mujeres y madres le hicieron un sitio, un hueco, como si la hubieran estado esperando y ese hueco les hubiera pertenecido siempre a ella y su bebé. Cuando Illuin se unió a ellas, el grupo quedó completo y una mujer más, una vez más, supo que había encontrado su sitio en el universo.”