niños pequeños. Por eso solemos convertir los momentos de “estar
juntos” en momentos de “consumo” compartido. La “compra” del producto
que sea opera como mediador en la relación entre los niños y nosotros.
El objeto mediador puede ser la televisión, el ordenador, los
jueguitos electrónicos, salir de compras a la juguetería, al pelotero,
al centro comercial o a lo sumo ir a ver un espectáculo (que pueden
ser maravillosos y necesarios en sí mismos). Pero conviene
reflexionar sobre cómo los adultos utilizamos los elementos de
consumo social para paliar la dificultad que supone la relación con el
niño, es decir la permanencia, la mirada, el juego y la disponibilidad
emocional.
Cuando un niño nos pide tiempo para jugar, o mirada para que nos
extasiemos por un descubrimiento en su exploración cotidiana, cuando
nos solicita presencia para permanecer a su lado o que nos detengamos
un instante para que pueda recoger una piedra del suelo; solemos
responder ofreciendo una golosina, una promesa o un juguete porque
estamos apurados. El niño poco a poco va aprendiendo a satisfacer sus
necesidades de contacto a través de objetos, y muchas veces a través
de alimentos con azúcar. Todos los adultos sabemos que mientras un
niño come algo dulce, no molesta. Y también sabemos que en la medida
en que esté hechizado por la televisión, tampoco molesta. Si aprende a
jugar con el ordenador, molesta menos aún. Y si necesitamos salir a la
calle en su compañía, en la medida que le compremos algo, lo que sea,
estará tranquilo y nos permitirá terminar con nuestros trámites
personales mientras dura la fugaz alegría por el juguete nuevo.
Los niños aprenden que es más fácil obtener un objeto o algo para
comer (generalmente muy dulce o muy salado) y de ese modo desplazan
sus necesidades de contacto y diálogo hacia la incorporación de
sustancias que “llenan” al instante. Tienen la falsa sensación de
quedar satisfechos, aunque esa satisfacción dura lo que dura un
chocolate. Es decir, muy poco tiempo. Por eso los niños volverán a
pedir –o a molestar a ojos de los adultos- y en el mejor de los casos
volverán a recibir algo que se compra, con la debida descalificación
de sus padres por ser demasiado pedigüeños o faltos de límites. Es un
modelo que repiten hasta el hartazgo, porque funciona: creen que
necesitan estímulo permanente, consumo permanente y rápida
satisfacción.
A esta altura, los niños han olvidado qué era lo que estaban
necesitando verdaderamente de sus padres. Ya no recuerdan que querían
cariño, ni atención, ni mimos, ni palabras amorosas. Ya no registran
que era “eso” lo que estaban necesitando.
Nosotros los padres también consumimos para calmar nuestra ansiedad y
nuestra perplejidad al no saber qué hacer con un niño pequeño en casa.
La cuestión es que nos vinculamos con el niño sólo en la medida en que
hay algo para hacer, y si es posible, algo para comprar o comer. Y si
el niño puede hacer “eso” solo, sin necesidad de nuestra presencia,
mejor aún. Sólo basta mirarnos unos a otros un domingo en un centro
comercial cualquiera, en cualquier ciudad globalizada.
Esta dinámica de satisfacción inmediata a falta de presencia
afectiva, somete a los niños a una vorágine de actividades, corridas,
horarios superpuestos y estrés, que nos deja a todos aún más solos. No
nos damos la oportunidad de aprender a dialogar, nos olvidamos de los
tiempos internos y pasamos por alto nuestro sutil compás biológico.
¿Qué podemos hacer? Pues bien, podemos buscar buena compañía para
permanecer con los niños en casa, sin tanto ruido ni tanto estímulo.
Amparadas por otros adultos, es posible permanecer más tiempo en el
cuarto de los niños, simplemente observándolos. No es imprescindible
jugar con ellos, si no sabemos hacerlo o si nos resulta aburrido. Pero
si no logran ser creativos aprovechando nuestra presencia, basta con
acercarles una propuesta, unos lápices de colores, una invitación a
cocinar juntos, o a revolver las fotos del pasado. En fin, siempre hay
algo sencillo para proponer, ya que “eso” que haremos será la
herramienta para alimentar el vínculo. Y los niños generalmente
aceptan gustosos.
Cuando estamos en la calle con los niños, podemos “desacelerar” y
darnos cuenta que no pasa nada si tardamos más tiempo en realizar las
compras o los trámites. Porque de ese modo cada salida puede
convertirse en un paseo para los niños y en un momento pleno y feliz
para nosotros. Si somos capaces de detenernos ante una vidriera que
les llama la atención, si una persona los saluda y nos otorgamos el
tiempo de sonreírle o bien si nos sentamos un ratito en la vereda
porque sí, porque pasó una hormiga, algo habrá cambiado en la vivencia
interna de los niños. Esos cinco minutos de atención significan para
nuestros hijos que ellos nos importan, que el tiempo está a favor
nuestro y que la vida es bella desde el lugar donde ellos la miran.
Estamos diciéndoles que nada nos importa más en este mundo que
mirarlos, que deleitarnos con la vitalidad y la alegría que despliegan
y que los amamos con todo nuestro corazón.
Toda la dedicación y el tiempo disponible que no reciban de nosotros,
los obligará a llenarse de sustitutos, y luego creerán que sin esas
sustancias o esos objetos no pueden vivir. La realidad es que no
podemos vivir sin amor. Todo lo demás, importa poco.
Laura Gutman
Un beso.