Nada más nacer rompió a llorar, era su llanto desgarrador, no sólo por tratarse de un bebé, sino por el hecho de encontrarse de pronto en un ambiente luminoso y frío que la hacía temblar de forma convulsiva presa del terror. Sus pequeños pulmones debían trabajar a pleno rendimiento porque el llanto de Tania de oyó en toda la planta.
Aquella mujer la depositó en mi vientre todavía hinchado, todavía dolorido y con espasmos del parto reciente. Una sacudida placentera nos invadió a las dos con el sólo contacto de nuestras pieles, la suya sucia y la mía dolorida. Su llanto ceso inmediatamente, antes incluso de que su peso reposara encima de mi, la abracé y le halé. con palabras y con los latidos de mi corazón que ella reconoció. Fue el momento más extraordinario de mi vida.
De eso han pasado apenas veinte años, hemos seguido hablando, mucho y muy íntimamente, con un diálogo fluido. unas veces sereno y otras no tanto, pero siempre ha prevalecido la necesidad de sentirnos cerca, de tocar nuestras pieles, de besarnos sin rubor.
Ahora, como dice un amigo, el pájaro vuela del nido, y yo consciente de que es ley de vida, me debato entre la alegría por su felicidad y el dolor de la separación física que no sucedió el día que salió de mi. En muchos momentos malos ha buscado mi apoyo, y yo el suyo, pesea a la edad nos ha gustado fundirnos en un abrazo y ella apoyando la cabeza en mi pecho ha escuchado los latidos de mi corazón, y así hemos alcanzado un sosiego similar al de aquel maravilloso día.
Carmen.