Espero que os guste.
CRÓNICA: OPINIÓN DON DE GENTES
Esto es algo muy personal
Elvira Lindo 04/05/2008
Me echaron del trabajo por estar embarazada. Esto ocurrió en 1985, los socialistas estaban en el poder y yo trabajaba en la radio pública. Los malos ratos se almacenan, pero no se olvidan. Yo no olvido el día en que me llamó el jefe a su despacho. Iba avisada, sabía que un jefazo había comentado que, con dos embarazadas en la redacción, la cosa se estaba poniendo "antiestética". El jefazo en cuestión no era mal tipo, y su idea de la radio pública respondía a un perfil progresista; pero en ese perfil no cabían asuntos de tan poca monta. Así que cuando me senté enfrente del jefe de programas aquella mañana, ya sabía que iba a pasar un mal rato. El hombre, un catolicón bondadoso que era capaz de aceptar a esa turba de melenudos que habían invadido la radio, me acercó la silla, como si entendiera que yo tenía dificultades para sentarme. Pero yo no las tenía, en absoluto. Mi carácter, alegre pero con una tendencia innata a la melancolía, se había visto reforzado por aquel aluvión explosivo de hormonas, y a las siete de la mañana estaba en una parada de la periferia, esperando la camioneta. De siete meses, con el magnetofón al hombro, hacía reportajes de barrios; de gente rara, postergada, desatendida. San Blas, El Pozo, Entrevías. Los yonquis me cedían el asiento y sus madres ("contra la droga") me preparaban la merienda. Con el goloso material grabado subía por la calle Huertas, y el camarero del Murillo, antes de que entrara, ya me estaba preparando un vaso de leche con limón. Para mis compañeros, aquel embarazo tenía algo de exótico, porque en los ochenta las chicas de la radio de 22 años hacían de todo menos quedarse embarazadas. Los recuerdos se aparcan, pero nada se olvida. La palabra "antiestética" que precedió a mi despido me sigue hiriendo tanto como los razonamientos paternales con los que mi jefe me puso de patitas en la calle. Debía estar tranquila, dijo, prepararme para lo que venía. No sirvió de nada que yo me revolviera, que le dijera que estaba cumpliendo, que no quería estar en casa, por favor, que no quería. Salí del despacho con la cara colorada. De vergüenza. Las cosas son más difíciles cuando se lidia con sentimientos equivocados, y yo, como les ocurre a los niños cuando sufren un abuso, sentía vergüenza. Nunca pude verbalizar ese sentido latente de culpabilidad: en el pecado llevas la penitencia. Por el pasillo me crucé con la chica que esperaba desde hacía un mes el contrato de un puesto que se quedaba libre, el mío. Ay, Dios mío, todo tan grosero, tan ilegal, tan injusto. No sólo por ellos, sino por mí misma, que no sabía que debía sustituir mi sentido de culpa por el de indignación. Veintidós años. En fin. Y unos derechos laborales de los que poco se hablaba en el grueso de los derechos laborales. Durante aquellos dos meses comencé una novela, pinté todas las sillas de mi casa, bajé y subí las escaleras para que el parto no se retrasara, me caí por las escaleras, casi acabo a hostias con un operario castizo que dijo al verme pasar "¡hija mía, cómo te han puesto!", soñé muchas noches que al irme a trabajar me dejaba al bebé olvidado en un cajón, y atravesé veinte mil veces el descampado que iba del barrio de UGT al de CC OO. Gran descampado, de inmensidad sobrecogedora, como la de los Campos Elíseos. Me estoy viendo: pantalón de peto y zapatillas, alegre como nunca, solitaria y mucho más joven de lo que yo creía entonces que era. El niño llegó, extraño y vengativo. Más que llorar, gritaba, y parecía estar proclamando: ¿a qué viene tanta felicidad por mi llegada? Así que, cuando a los veinte días de traer al pequeño Dios al mundo, el jefe me llamó para que me reincorporara ya, ya, ya, o me quedaba sin contrato, a punto estuve de tirarme a la carretera y parar un coche que me devolviera a la radio. Pobre ignorante. La angustia de dejármelo olvidado en un cajón se acrecentó, y durante seis meses la nostalgia invadió todas mis horas laborales. Luego fui aprendiendo a compatibilizar la adoración al niño Dios con mi vocación profesional. Que era mucha. Es una historia muy personal, lo sé, pero la cuento por la parte enternecedoramente común que tiene. ¿Qué queda de todo eso? Una particular aversión a las ironías que con frecuencia se usan para hablar de las mujeres embarazadas, una convicción de que en España no hemos superado el arraigado desprecio por lo femenino. Carme Chacón, embarazada pasando revista. Y qué. El bombo, se ha llegado a decir. De ese bombo venimos todos. Así que de los bombos habría que hablar quitándose el sombrero. Un cartel americano antiguo que tengo frente a mi mesa reza: "Ellas traen los votantes al mundo, déjalas votar".
Pero si fuera amiga de esa mujer inteligente que es Carme Chacón le diría: no tengas prisa, disfruta del pequeño Dios, el tiempo pasa tan rápido que no hay ministerio que se le compare. Al presidente le diría: tal vez el mensaje esté equivocado; una embarazada no es una enferma, pero es incomprensible que tenga que visitar un lugar de riesgo, lo que necesitamos es tener la seguridad de que el puesto que merecemos nos estará esperando cuando estemos dispuestas a volver. Sin prisa.
A los lectores les diría: éste no es un artículo sólo para mujeres. -
© Diario EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200
Besos