Su hijo es generoso
No hace mucho una madre, preocupada, me preguntaba cuándo
dejaría su hija de año y medio de ser tan egoísta; cuándo
aprendería a compartir.
¿Por qué el aprender a compartir obsesiona tanto a algunos
padres y educadores? ¿De qué les va a servir a los niños
aprender una cosa así? Los adultos no compartimos casi nada.
Un ejemplo. Isabel, no llega a dos añitos, juega en el parque
con su cubo, su palita y su pelota, bajo la atenta y cariñosa
mirada de mamá. Claro, como le faltan manos, en ese
momento sólo la pala está bajo su posesión directa, y el cubo
y la pelota yacen a cierta distancia. Se acerca un niño deseo
nocido, más o menos del mismo tamaño, se sienta al lado de
Isabel y sin mediar palabra agarra la pelota. Isabel llevaba diez
minutos sin hacer ningún caso de la pelota, y en un principio
sigue tan tranquila dando golpes en el suelo con su pala.
¿Tan tranquila? Un observador atento habrá notado que los
golpes son un poco más fuertes, y que Isabel vigila la pelota
por el rabillo del ojo. El recién llegado, por su parte, parece
plenamente consciente de que pisa terreno resbaladizo; aparta
la pelota, observa el efecto, la vuelve a acercar... Para que
no haya lugar a malentendidos, Isabel advierte: «¡É mía!»; y
al poco se cree obligada a especificar: «¡Pelota é mía!» El
intruso, que aparentemente todavía no domina las frases de
tres palabras (o tal vez, simplemente, prefiere no comprometerse),
se limita a repetir: «¡Pelota, peloooota, pota!» Temerosa
sin duda de que estas palabras equivalgan a una reclamación
de propiedad, Isabel decide recuperar la plena
posesión de su pelotita verde. El intruso no ofrece demasiada
resistencia, pero en un descuido logra hacerse con el cubo.
Isabel juega unos minutos, satisfecha con la pelota recién recuperada,
pero de pronto parece inquieta. ¿Y el cubo? ¡Pero a
dónde vamos a llegar!
Y así podemos pasar media tarde. Unas veces, Isabel cederá
de buen grado, durante unos minutos, el disfrute de alguna
de sus posesiones. Otras veces lo tolerará de mal grado.
Otras no lo tolerará en absoluto. En ocasiones, ella misma ofrecerá
al otro niño su propia pala a cambio de su propio cubo,
Puede haber algunos llantos y gritos por ambas partes; pero,
en todo caso, es probable que su nuevo «amigo» consiga bastantes
minutos de juego relativamente pacífico.
Es muy posible también que ambas madres intervengan. Y
aquí se produce un hecho que nunca deja de sorprenderme:
en vez de defender como una leona a su cría, cada madre se
pone de parte del otro niño. «Venga, Isabel, déjale la pala a
este niño. » «Vamos, Pedrito, devuélvele a esta niña su pala. »
En el mejor de los casos, la cosa quedará en suaves exhortaciones;
pero no pocas veces las madres compiten en una loca
carrera de generosidad (¡qué fácil es ser generoso con la pala
de otro!): «¡Ya está bien, Isabel, si te vas a portar así, mamá
se enfada!» «¡Pedrito, pide perdón ahora mismo, o nos
vamos!» «¡Déjelo, señora, que juegue, que juegue con la pala!
Es que esta niña es una egoísta... » «¡Uy, pues el mío es tremendo!
Tengo que estar todo el día detrás, porque siempre está
chinchando a otros niños y quitándoles las cosas... » Y así
acaban los dos castigados, como pequeños países en conflicto
que podrían haber llegado fácilmente a un acuerdo amistoso
si no hubieran intervenido las dos superpotencias.
Escenas como ésta, mil veces repetidas, hacen que a veces
consideremos egoístas a nuestros hijos. Nosotros compartiríamos
sin dudarlo una pala de plástico y una pelota de goma.
Pero, ¿realmente somos más generosos que ellos, o es que los
juguetes nos traen sin cuidado?
Es preciso poner las cosas en perspectiva. Imagine que es
usted la que está sentada en un banco del parque escuchando
música. A su lado, sobre el banco, su bolso sobre un periódico
doblado. En esto se acerca un desconocido, se sienta a su
lado y sin mediar palabra se pone a leer su periódico. Poco después
deja el periódico (¡abierto y tirado por el suelo!), coge
su bolso, lo abre, examina su interior... ¿Sabría usted compartir?
¿Cuánto tardaría en decirle cuatro frescas al desconocido,
o en agarrar el bolso y salir corriendo? Si ve pasar a lo
lejos a un policía, ¿no le llamaría? Imagine ahora que el policía
se acerca y le dice:
—Ya está bien, déjale el bolso a este señor, o me enfado.
Usted perdone, caballero, es que esta mujer todavía no sabe
compartir... ¿Le gusta el teléfono móvil? Llame, llame a don-
de quiera... ¡Tú calla, mujer, como sigas protestando te vas a
enterar!
Nuestra disposición a compartir depende de tres factores:
qué prestarnos, a quién y durante cuánto tiempo. A un compañero
de trabajo le podemos prestar un libro durante semanas,
pero nos molesta que un desconocido nos toque el periódico
sin pedir permiso. Sólo a un amigo del alma o a un
pariente le prestaríamos nuestro coche para ir a dar una vuelta.
Un niño pequeño tiene pocas posesiones, y un cubo, una
pala o una pelota son tan importantes para él como para
nosotros un bolso, un ordenador o una moto. El tiempo se le
hace largo, y prestar un juguete durante unos minutos le resulta
tan difícil como a su padre prestar el coche durante unos
días. Y también distingue entre amigos y desconocidos, aunque
no nos demos cuenta.
Por ejemplo, ¿cuál de estas dos
frases usaría la mamá de Isabel para resumir las historias arriba
explicadas?:
a) Mientras Isabel estaba jugando en la arena con un amiguito,
un desconocido me cogió el periódico y casi me quita
el bolso, ¡qué susto!
b) Mientras yo jugaba con un amigo a pasarnos el bolso,
un desconocido intentó quitarle la pelota a Isabel, ¡qué susto!
Claro, desde el punto de vista de un adulto, cualquier niño
de dos años, indefenso y desvalido, es un «amiguito». Pero
cuando mides menos de un metro, un niño de dos años es un
desconocido, y puede que incluso un «individuo con sospechosas
intenciones».
Un ejemplo final: Enrique, de veinticinco años, no sabiendo
cómo calmar el llanto de su hijo Quique, de ocho meses,
usa las llaves del coche como sonajero. Quique agarra las
llaves, las menea, las mira, las vuelve a menear. Una niña de
unos seis años se acerca y le hace monerías: «Uy, qué guapo
¿Cómo se llama? ¿Cuántos meses tiene? (es una de esas niñas
precoces). Mi primo Antonio también tiene ocho meses, hoy
no ha venido porque está con otitis. » «Hooola, Quiiique
¡Qué llaves más chulas! ¿Me las das? Toma, te las cambio
por la pelota.» Enrique padre está encantado con la nueva
amiguita de su hijo, hasta que la niña sale corriendo con las
llaves, dejando la pelota como justo pago. ¿Cuántas décimas
de segundo cree que tardará Enrique en salir detrás para
recuperar las llaves? Quique ha compartido, pero su padre
no está dispuesto a hacerlo.
En comparación,nuestros hijos son mucho más generosos
que nosotros.
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