Siempre hay un motivo por el que nos enfadamos, ¿no? Nuestros hijos son demasiado ruidosos, demasiado desordenados, demasiado inquietos, demasiado demandantes, demasiado llorones,… Bueno, a veces son demasiado.
Hay momentos en los que nos arrepentimos de haber iniciado la aventura de ser madres, hay ocasiones en las que sabemos que no damos el ancho, momentos en los que ya no podemos más… Días en que quisiéramos retroceder el tiempo a los momentos tranquilos de nuestra soltería, sin compromisos, sin pareja, sin hijos… A veces nos conformamos con pensar que pronto crecerán y que ya no nos necesitarán, otros en los que nos animamos pensando que “estamos de salida”. ¿Salida de qué? Por el resto de nuestros días vamos a ser madres y padres.
No es malo tener esas fantasías a no ser claro, que queramos hacerlas realidad o que ciertamente seamos capaces de dar un día el portazo y desaparecer de la vida de nuestros hijos para siempre.
Una buena amiga me dijo una vez que necesitaba a alguien que me ayudara a hacerme las preguntas correctas para crecer. En la vida como en la ciencia, solo obtenemos buenas respuestas si sabemos plantear bien las preguntas.
¿Cuáles son nuestras razones ocultas?
Preguntarnos por qué somos madres o qué hemos hecho para merecer “estos” hijos solo nos va a llevar a respuestas llenas de amargura y de rencor. En plena desesperación responderemos que “nos equivocamos” que “estamos pagando algo malo” que “la vida es injusta”.
Si separamos a “esto” de nuestro hijo quizá podamos ver las cosas con mayor claridad. “Esto” puede ser que está inquieto por algo en particular o que llenó los sillones con pegamento tratando de hacer un collage o que no ha dormido la siesta o que está lloviendo y no podemos salir al parque…
Cuando dejamos de lado las generalidades empezamos a pensar con mayor objetividad.
Está inquieto, parece una moto, no hay quien lo pare y tiene un genio de mil demonios. ¿Qué ocurre? El niño no es el demonio de Tasmania, solo está pasando un mal día. Podemos identificar por ejemplo, que no ha dormido la siesta y que eso le tiene de malas. ¿Qué podemos hacer? Una vez identificado el problema (que es mucho menor que convivir con un demonio de Tasmania) podemos tratar de que duerma la siesta. A veces un paseo en coche funciona, ¿lo intentamos? Otras ayuda una película, ¿qué tal?, ¿y si lo cansamos y lo acostamos más temprano? Y al final siempre podemos optar por capear el temporal. Sabemos que tuvo un mal día, no podemos cambiarlo, ¿qué tal si nos armamos de paciencia?
Ha llovido durante toda la semana y no podemos ir al parque. El niño está harto de estar en casa, nosotras también. ¿Qué tal si vamos al súper o a unos juegos cubiertos o a visitar a los abuelos?
Pero otras veces algunos comportamientos de nuestros hijos nos enfurecen sobremanera. Sabemos que nuestra reacción está desproporcionada pero no podemos evitarlo.
A mi me pasa algunos días. Mi hijo pequeño es un investigador nato, quiere descubrirlo todo por si mismo, hacerlo todo solito y saltar por toda la casa. La mayoría de las veces no tengo problemas con eso. Si empieza a asaltar el refrigerador para abrir yogures o desmenuzar queso o prepararse plátanos con leche condensada que deja regados por toda la casa suelo encontrar la forma de que hagamos algo productivo con toda esa energía desbordante de ganas de aprender. Nos ponemos pelar zanahorias para la cena, limpiamos el cajón de los cubiertos o salimos al jardín a llenar alguna maceta con tierra. Pero hay días en yo no tengo energías para perseguirle. Algunas tardes me cuesta perseguirle por la casa o darle alternativas para su necesidad de aprendizaje. Entonces me enfado con el, le grito, le pido que se esté quieto, le siento en el sillón,… y cuando nada funciona le mando al jardín y tampoco funciona. En esos momentos no soy capaz de encargarle una misión porque no puedo supervisarla. Paradójicamente gasto más energía con mi enfado que supervisándole alguna actividad. Si miro mis razones ocultas realidad con quien estoy molesta es conmigo, pero lo pago con el. Estoy molesta porque no le doy el ancho, porque no tengo energías para seguirle, porque no tengo imaginación para inventarme cosas nuevas, porque en esos momentos siento que no soy una madre lo suficientemente buena para el. Pero la pago con el. El es el que sufre mi enojo. ¿Por qué no puedo enfadarme conmigo si el problema lo tengo yo?
Ah, pero yo no soy la única a quien le pasa. A ver: ¿qué hacemos en estas situaciones?
Hemos tenido un percance de tráfico. Para colmo la batería del celular estaba apagada. Hemos perdido media mañana arreglando papeles del seguro. Llegamos a casa y se ha terminado el gas. ¿A quién le echamos la culpa?
Hay reestructuración en la oficina. Todos los fines de mes vemos marcharse a varios compañeros. Estamos preocupados por nuestros índices de productividad. Pasamos más horas en el trabajo. Llegamos a casa y los niños no se nos despegan, están tensos, lloran por cualquier cosa… Puff. Lo que faltaba. ¿Por qué estos niños no pueden ser empáticos?
Se termina nuestra jornada reducida. Empezamos a pasar ocho, nueve horas fuera de casa. Estamos preocupadas. ¿Cómo va a estar nuestro hijo sin nosotras tanto tiempo? Llegamos y queremos saberlo todo: ¿qué comió? ¿ha dormido la siesta? ¿ha ido al baño? Mientras tanto, nuestro hijo, ¿qué? Estamos tan angustiadas pensando en el que no le atendemos cuando le vemos y claro, nos reclama y claro, nos enfadamos. ¿Con él o con nosotras? Porque la molestia es por no haber estado con el y sin embargo, lo pagamos contra el.
Detrás de muchos de nuestros enfados hay razones ocultas. Está bien sacarlas a la luz. A veces resulta una forma de conjurarlas.
Se vale después de una bronca decirle a nuestro hijo: “No me gustó lo que hiciste pero he sido injusta, tuve un mal día que pagué contigo”. También es posible decírselo a nuestra pareja. Pero mejor incluso es prevenirlo. Podemos avisar de que estamos en alerta amarilla al llegar a casa. “He tenido un día muy malo, por favor, denme chance de que se me pase”. “Hoy no está el horno para bollos”,… Y si tu ira es mucha, mejor no entres en casa. Date media hora para tomar un café o para ir al gimnasio o para llevar el coche al taller y entra cuando puedas hacerlo sin el coraje acumulado y a punto de estallar. uClaro que a veces no se puede porque tienes que recoger a los niños de la escuela o que llevarlos al médico o porque no hay nadie que se pueda ocupar de ellos esa media hora. Entonces puedes decirles: “estoy de malas denme un ratito para que se me pase”. Tus hijos te lo van a agradecer y tu también.
A medida que vamos destapando las razones ocultas vamos simplificando la relación con nuestros hijos.
Puede ser que nos moleste que maltraten los juguetes porque nosotros no los tuvimos, que desperdicien la comida cuando en nuestra casa no sobraba y se lo podemos decir con sinceridad y sin reclamos. En vez de decirle: “hay muchos niños que pasan hambre y tu te dedicas a tirar la comida” podemos hablar de nosotros: “Cuando yo era pequeño en mi casa no sobraba la comida y me duele que tu la tires” En vez de reclamar con un: “me ha costado mucho trabajo cocinar como para que tu ni siquiera lo pruebes” puedes intentar con un“¿puedes darle una oportunidad a la comida que hay en tu plato antes de decidir que no te gusta”.
Por supuesto que estás en tu derecho de que te duela que algo que hiciste para tus hijos o que compraste para ellos no les guste. Pero ahí eres tu quien tiene que decidir qué es mejor. Enseñarles “buenos modales” y que te digan: “qué bonito vestido, mamá” aunque nunca se lo pongan o que tengan la confianza de decirte: “mamá, la verdad es que no me gusta”. Entonces puedes tratar de cambiarlo, si se puede o de negociar en qué ocasiones se lo pone. Pero además al permitirle un “no me gusta” con la comida, la ropa o las clases de piano estás cimbrando su confianza en ti. Habrá cosas para las que puedas decir: “no importa” y habrá veces que tengas que decir: “es lo que hay” con sus razones correspondientes. Si le no le gustó la comida podrás preguntarle cómo le gustaría más la próxima vez pero que hoy es lo que hay para comer; si no le gustó un vestido le puedes decir que no se lo ponga y si no le gusta ir a ver a su Tía Enriqueta podrán buscar la forma en que la visita sea más amena.
Está aprendiendo que puede decirte cosas que no te gusta oír, pero que vas a estar a su lado.
Por eso nosotras optamos porque nos digan lo que piensan, aunque a veces resulte doloroso. Es trabajo nuestro preguntarnos por qué nos duele tanto que nos digan que no les gustó el pastel de manzana, cuáles son nuestras razones ocultas. Nosotras somos las que debemos trabajar sobre los motivos por los que nos molestan tanto algunos detalles: ¿nos sentimos cuestionadas como madres, como cocineras, sentimos que no estamos al nivel, que no damos el ancho? Les damos entonces su dimensión real. Solemos cocinar bien pasteles, a lo mejor no le gustó el sabor de este o estaba un poco quemado, o fue el sereno pero no somos peores madres por hacer mal un pastel de manzana.
En el fondo somos igual que nuestros hijos. Cuando les regañamos muchas veces sienten cuestionado nuestro amor y nosotras en esos momentos lo damos por supuesto. Es más fácil decirle: “Yo te quiero muchísimo pero no me gusta que te cuelgues de las cortinas por esto y por esto”. Del mismo modo que nos gustaría escuchar: “Eres la mejor mami del mundo aunque no te haya quedado bien este pastel”.
Busquemos las razones ocultas en nuestros enfados y en nuestras inseguridades para permitirnos darle importancia a lo realmente importante y dejar en el olvido los innumerables roces cotidianos, inevitables pero superables.