y como me ha gustado mucho mucho, queria compartirlo con vosotras.
Pongamos que me llamo Ernesto. Tengo dos hijos: Julia, de cinco años, y Luis, de uno. Ahora mismo los dos miran por encima del hombro lo que escribo. Paula, con mala cara.
—Papá, ¿jugamos?
-Ahora no puedo. Además, hay que ir al cole. Luego, ¿a qué quieres jugar?
—Al escondite, a las mini-pets, a saltar a la comba. A todo.
—Después, ¿vale?
-Vale.
Luisito tiene más carácter: de un manotazo limpio al grito de “tala-tala” manda el texto (y casi el ordenador) a hacer puñetas. Así que hay que empezar otra vez. Diario de un padre del siglo XXI. Me llamo Ernesto. Tengo dos hijos. Una de cinco años, y otro, de uno recién cumplido. Para el que no se acuerde o no lo sepa, a los cinco años un niño quema al día la misma energía que Rafa Nadal en un partido; a los 12 meses está aprendiendo a andar, a meterse los enchufes en la boca o a ensayar el salto en caída libre desde las sillas. Es decir, cuando un padre de dos niños de estas características asegura que no tiene tiempo para esto o lo otro, créanle: no es una frase hecha. Y esto y lo otro tienen su importancia. Eran su vida anterior, su vida sin niños: salir, entrar quedar viaja leer, o bajar a la playa sin planificar cada movimiento como si se tratara del desembarco de Normandía. En eso (Normandía) ha consistido nuestro fin de semana. Todos los fines de semana desde hace unos años. Por eso no les niego que experimento un maligno bienestar al pensar que hoy, por fin, es lunes y hay colegio.
Pero me enrollo y no hay tiempo. Miro el reloj: las nueve menos diez. Manuela, la chica que se encarga de Luisito, está al venir. Somos padres del siglo XXI, así que mi mujer, Carmen, también trabaja y viaja, y hoy no estará en casa en todo el día. Además, no nos queda otra que contar con dos sueldos: hemos contraído hace poco una hipoteca del siglo XXI, esto es, que durará casi todo el siglo XXI.
Julia me observa y yo la observo a ella. Otra vez lo hemos conseguido. En una hora está despierta, vestida, desayunada, peinada, lista para salir hacia el colegio. No ha sido fácil. Al principio no sabía cómo vestirse. Ni yo tampoco cómo vestir la. Con el tiempo hemos aprendido juntos. Ella, a abrocharse las cremalleras y a pasar los botones. Yo, a que, a veces, tratándose de una chica, hay que conjugar el color de las pinzas del pelo con los leotardos.El colegio está cerca de casa. Vamos andando. Por el camino me encuentro con el papá de Carlitos, que invita a Julia el sábado a un macrocumpleaños que Carlitos celebrará en un local de esos de bolas, con payasos y con cuentacuentos. Digo que sí, que Julia acepta. En el paso de cebra se me acerca la madre de Elisita, que hará una fiesta el viernes en su casa, con payasos y cuentacuentos (espero que distintos). Digo que sí, que gracias. Al entrar en el colegio, la madre de Ricardito, de la APA (Asociación de Padres), me recuerda que el viernes es la fiesta que los padres organizamos por el principio del trimestre, que los padres que quieran harán de payasos y de cuentacuentos. Respondo que no olvido, dejo a Julia en el colegie, me voy para la oficina y pienso: a) que mi hija tiene más vida social que mi hermana soltera (yo ni me comparo, claro), y b) que los padres de ahora nos hemos convertido un poco en parques temáticos de nuestros propios hijos. Tememos que se aburran. Recuerdo los cumpleaños de mi infancia, a los que venían los cuatro amiguitos del portal y un batallón de primos, sin payasos ni cuentacuentos. Y pienso también en las tardes de aburrimiento de los eternos veranos de la EGB. Mi madre, que creció en la posguerra, se preocupaba mucho de que mis hermanos y yo comiéramos, de que no pilláramos una infección, pero le resultaba indiferente que nos aburriéramos.
—Mamá, me aburro.
—Pues cómprate un mono, y quítate de ahí, que tengo que tender.
El que nos aburriéramos lo consideraba casi inevitable y hasta provechoso, por que pensaba que eran los propios niños los encargados de buscarse entretenimiento. No sé quién tiene razón, pero, por si acaso, apunto las citas de mi hija en mi agenda. Es difícil ser padre en cualquier siglo.Carmen vuelve antes de lo previsto: recogerá a Julia, se encargará de Luisito por la tarde. Yo aprovecho para adelantar cosas en la oficina y como en una cafetería con otros compañeros. Me dan ideas para el diario: la falta de guarderías públicas, la falta de empresas con verdadero afán de conciliación. Uno, de más edad, nos re cuerda otra característica de los padres del siglo XXI. Los hijos no se irán de casa hasta mucho después de que sus padres se jubilen. Además, dado el régimen algo dictatorial que los hijos ejercen sobre los padres, la casa acaba perteneciéndoles. El compañero acabó relatando la bronca que mantuvo con sus hijos este fin de semana porque decidió a última hora no irse a la casa de la sierra, chafándoles los planes de fiesta a los adolescentes.
Volvemos a la oficina. Trabajo unas horas. Intento regresar a casa antes de las siete y media, la hora crítica. Carmen me recibe con Luisito en la bañera, berreando, con el baño encharcado. Julia se ha escaqueado y, disfrazada de princesa, juega en el salón, ella sola, con un disco de cuentos a todo trapo. Dan ganas de darse la vuelta.
—¿Jugamos a príncipes, papá?
—Ahora no. A bañarse. A cenar. A dormir.
—‘Jo.
Conseguimos que en menos de 40 minutos la casa se serene. Cada tarde es así:
a un caos aparentemente ingobernable le sucede una calma milagrosa. Mientras doy el biberón a Luisito, que ya cierra los
ojos, pienso en eso, en el milagro que ocurre cada tarde en mi casa y en algo que oí en la radio hace meses y que me impresionó: los niños son pequeñas máquinas de generar sentimientos: amor, pánico, euforia, dicha, calma... Es cierto. Lo he experimentado. Porque los padres del siglo XXI, y ahora me refiero sólo a los hombres, tenemos menos horas para nosotros, ocupados en la crianza y en la atención de los hijos. Mi padre se ocupaba sólo de tomar las grandes decisiones sobre los hijos. Nosotros, además, nos ocupamos de las pequeñas: el color de la gomita del pelo, por ejemplo. Y el caudal de sentimientos que arrastra cada minúsculo acto conjunto compensa. Es algo que las madres han sabido desde siempre. Pero me enrollo. Y Luisito se ha quedado frito con el biberón en la boca. Les miro mientras se van durmiendo. Se acurrucan en sus camas. Imagino que piensan que nada malo va a pasarles jamás. Pero yo soy el que me siento protegido al verles. No me pidan que lo explique. Aunque Julia abre a última hora un ojo Rafael-Nadal y pregunta:
- ¿jugamos de una vez?
—Claro, reina. Ahora sí. Un poquito, antes de dormir. Pero espera, que me quedan aún cuatro frases.
Me acerco a ella. Le pregunto.
— qué quieres jugar?
-A todo.
lo he repasado para subrayar lo que mas me ha gustado del texto. y casi se me saltan las lagrimas de la emoción con este final.
ojala todos los padres y madres del mundo fueran capaces de darse cuenta de que se sienten protegidos a mirar a sus hijos que duermen. ojala todos estuvieran dispuestos a querer jugar "a todo" con su princesa que se supone que debia estar durmiendo.
espero que os guste tanto como a mi.
(por cierto, le oi en la radio comentar este articulo y si: es tan majo como parece)