Los árboles del bosque y las vacunas
A veces los árboles no nos dejan ver el bosque y otras el bosque no nos deja ver los árboles. Cuando vemos a las personas y les ponemos nombres empezamos a ver la realidad con otros ojos. Cuando vemos a las mamás que han perdido a sus hijos, cuando vemos a los niños con secuelas, cuando conocemos casos donde un medicamento les ha hecho daño por alguna razón, … En fin, cuando las estadísticas dejan de ser números abstractos y lejanos y comienzan a afectarnos.
Cuando era niña los miércoles venía a coserle a mi madre una señora, ya mayor, Magdalena. A la señora Magdalena le costaba subir las escaleras y no podía ir en metro ni en autobús. Buena parte del salario se lo gastaba en el taxi que la traía cuando mi padre no podía llevarla o traerla. El lado derecho de su cuerpo estaba inerte. Cosía con la mano izquierda y siempre bromeaba sobre que las monjas decían que era hija del diablo por ser zurda. La mano derecha no le servía más que para sostener la tela siempre y cuando la llevara con su otra mano a la posición necesaria. Con la pierna izquierda pedaleaba la máquina de coser y la derecha la dejaba sobre un pequeño taburete. Recuerdo sus piernas hinchadas hasta reventar (una por la inactividad y la otra por el exceso de trabajo que tenía que realizar). Me contaba como se crió en un orfanato de monjas cuando sus padres se dieron cuenta de las secuelas que la polio le había dejado y que ahí, con las monjas, aprendió a coser y con eso se ganaba la vida. Bueno eso de ganarse la vida es mucho decir porque cosiendo ajeno, sin seguridad social ni nada no es que llevara una vida de reina precisamente.
En mi niñez también tenía una amiga, Carmen con un hermano autista, Alberto. Entonces decían nada más que era un retraso mental. El muchacho vivía en una institución internado buena parte del año y en vacaciones iba con la familia y en algunas ocasiones me invitaron a ir a la piscina con Alberto y los demás. Recuerdo que alguna que otra vez teníamos que defender a Alberto cuando algún señor mayor se enfadaba con él por salpicarle con agua. No era fácil hacer entender a la gente estas cosas y muchos no entendían que le dejaran salir de vacaciones con su familia.
Hace algunos años por motivos que no vienen al caso conocí a niños con secuelas de enfermedades por neumococo. Al niño que mejor le había ido tuvo una meningitis y gracias a Dios no tuvo secuelas, pero sus padres se arruinaron pagando médicos y hospitales. La madre me contaba un día, que cuando después de un mes de estar en el hospital llegó con su hijo a casa se sentía como un medallista olímpico. ¡Habían ganado la batalla! Y me contaba también con lágrimas en los ojos que su hija de tres años y medio había dejado de decirle mamá para ser simplemente “señorita”. Durante un mes y medio la llamó señorita y se negó a dormir en casa con ella.
A la que peor le fue, no la conocí, conocí a su papá que llorando me decía: “Un 23F, un 23F, ¡está en la vacuna! ¿Por qué el pediatra no me dijo que podía vacunar a mi hija?” El pediatra no le dijo que hubiera una vacuna seguramente porque pensó que era muy cara o que su efectividad no estaba muy demostrada o vaya usted a saber por qué… Pero el padre se enteró dos meses después de la muerte de su hija de meses que una vacuna le podía haber salvado la vida.
Estos casos que cuento le pasan a gente como nosotros, la clase media normal de una ciudad media en cualquier parte del mundo. Puedo también narrar otras historias más terroríficas de niños que mueren de sarampión, de rubeola e incluso de varicela en lugares recónditos de mi país.
Solo de neumococo mueren 1500, de rotavirus muchísimos más, es una de las principales causas de mortalidad infantil. Como en todo, los pobres mueren primero. ¿Por qué? Porque el médico está más lejos, no es un médico especialista, no hay medicinas adecuadas, por no haber caminos pavimentados ni agua potable. Así me encontré una vez una señora que me dijo que a su bebé se lo había llevado Dios por una neumonía (neumonía por cierto, vacunable). Los pobres ni lloran la muerte de sus hijos. Si preguntas a las mujeres de la sierra cuántos hijos tiene te dirá: me nacieron diez o doce o los que sean y Dios quiso a tantos para sí. A lo mejor por eso en México se celebra tan a lo grande los tres años. Porque es la primera gran victoria sobre la muerte. Y a esas edades los niños se mueren de infecciones, infecciones prevenibles con vacunas o curables en hospitales.
En el otro lado de la balanza está mi amigo Alberto. Debe ser ahora un hombre de unos 40 años con un autismo severo. Supongo que sus padres maldicen cada día la enfermedad de su hijo, el descuido en el hospital y mil cosas más. Sus hermanos crecieron con el estigma tan frecuente en aquellos tiempos de tener un hermano “retrasado”. Es imperdonable que no se hubiera investigado lo suficiente para prevenir estos casos. Imperdonable que se usaran vehículos que se sabe altamente tóxicos pero afortunadamente las cosas están cambiando. Cada vez sabemos más, no sólo los científicos ni las compañías farmacéuticas, también los pacientes. Es nuestro deber como padres estar alerta, investigar, aprender, defender y proteger a nuestros hijos. Estamos obligados por el conocimiento que tenemos a no comulgar con ruedas de molino, a buscar segundas opiniones y terceras y cuartas. Estamos obligados a aprender con nuestros hijos sobre las enfermedades que tienen y cómo tratarlas. Y estamos obligados también a protegerles. Y no solo a nuestros hijos, sino a todos los hijos de todos los padres. Si maltratan a un niño debemos denunciarlo, si un niño no va a la escuela o no lleva zapatos debemos denunciarlo, si un niño está enfermo y no es atendido debemos actuar. Si no vacunamos a nuestros hijos dejamos de actuar, dejamos de denunciar, nos dejamos llevar nada más por la visión de uno de los lados de la balanza. ¡Ojalá las vacunas no fueran necesarias! ¡Ojalá existiera una vacuna contra la desnutrición, contra la miseria, contra la pobreza! De todo esto parece que mis hijos y los tuyos están protegidos. Seguramente a tu hijo nunca le dará Polio y difícilmente contraerá una hepatitis A no ser que se le ocurra, como a mi marido, ir a hacer trabajo social a una de las zonas más pobres de México y con sus treinta y tantos años se pasó dos meses en la cama por una vacuna que no se puso. O a no ser como conocí a una Señora de las Lomas (la colonia más rica de la Ciudad de México) que ingresó a su hijita con tuberculosis porque la mucama que la cuidaba era de un rancho refundido y en una visita a sus propios hijos se trajo la tuberculosis a Las Lomas. ¿Paradójico? No, se llaman migraciones. Los españoles trajimos a México la Viruela que llegó con Cortés y mató a muchos más que la Conquista. Hoy las enfermedades viajan como antes, pero más rápido. La viruela llegó a México en barco. La última epidemia de gripe en Hong Kong llegó en avión.
Pero las vacunas funcionan con algo que se llama efecto rebaño. O sea, si de una población de cien niños se vacunan 98 porque a los otros dos es muy difícil llegar, esos dos estarán protegidos porque los demás se vacunaros. Esa es una de las grandes cualidades de las vacunas. Si no vacunas a tu hijo pero tus vecinos sí tu hijo estará protegido. Claro, a no ser que a tu hijo le de por viajar a Sudán o a Tailandia y entonces las cosas cambiarán porque ya no estarán vacunados 98 sino 78 y las cosas cambian. Las posibilidades de enfermarse crecen.
No somos dueños del futuro de nuestros hijos. No sabemos qué harán ni dónde irán. Pero podemos intentar protegerles lo mejor posible. Tampoco sabemos de quién se enamorarán o con quién irán al fútbol. Un famoso matemático habla de la regla del seis. O sea que todos los seres humanos estamos relacionados cuando mucho a través de seis personas que conocemos. No es mucho si contamos todos los que somos, ¿verdad? Y los virus y las bacterias se mueven así pero mucho más rápido y crecen de manera exponencial y sufren mutaciones vertiginosas. Tantas que la vacuna contra la gripe es anual porque solo es posible tratar de proteger a la gente un año. Los científicos no saben que cepa será la más virulenta o la más peligrosa dentro de cinco años.
Hace pocos días llevé a Almudena a vacunar. Con sus cuatro años ya no es fácil convencerla. Sabía que los piquetes de las vacunas duelen. Le expliqué lo mejor que pude que las vacunas son bichitos malos muy débiles, muy “pochos” que sirven para que los soldaditos buenos del cuerpo aprendan cómo defenderse de un ataque masivo de bichitos malos. Creo que mi explicación fue demasiado complicada y no la convenció mucho… pero se dejó vacunar.
Unos días después pasé con los niños por un semáforo por el que circulo casi todas las mañanas. Allí, un joven con unas espantosas secuelas de Polio pide limosna y saluda a los que le dan dándoles la mano y deseando un buen día. Todas las mañanas le doy lo suficiente para un taco. Me vio con los niños y pasó a saludar. Mi marido le dio unos pesos y mis hijos se quedaron mirando con unos ojos como platos… “¿Qué tiene, mamá?” “Son secuelas de Polio, hija, por no vacunarse”. Y Almudena entonces entendió la importancia que tuvo su valor para dejarse vacunar y no llorar. Como su madre estoy orgullosa de su valor frente al piquete, de que se dejara vacunar, de que no llorara y de que aguantara estoicamente el dolor de brazo que le duró un par de días. Pero también estoy orgullosa de mí, como su madre por llevarla a vacunar. Por informarme, por estudiar, por ver cuál era la mejor vacuna (en su caso triple vírica Vs triple vírica acelular; Polio oral Vs. Polio inactivada). Cumplí con mi obligación: me informé, estudié y tomé una decisión (aunque fuera más cara para mi bolsillo) por lo que creo que es una obligación para con mis hijos: protegerles y enseñarles a protegerse.
Sí, yo opté por vacunar a mis hijos. Después de cumplir con mi obligación de informarme. Después de leer los pros y los contras. No sólo los que aparecen en las publicaciones amarillistas, ni en las notas rojas, sino lo que dice el Lancet y el Paediatrics, la OMS y la AEPED y lo que dicen expertos como Jorge Walker, que se posiciona en contra con argumentos,… Es decir, traté de ver el bosque además de ver los árboles que tengo a mi lado. He optado por vacunar a mis hijos. He cumplido con mi obligación como madre de informarme y he tomado la decisión que creo mejor para mis hijos y para los hijos de otros padres. Si todos nos vacunamos las vacunas nos protegen a todos, hasta a los no vacunados (así despareció la viruela). Si muchos dejamos de vacunarnos los más vulnerables, serán los primeros en caer. Probablemente no sean mis hijos los que caigan o al menos los que tengan la caída más estrepitosa, pero los hijos de otros caerán, seguro que caerán.