Por el contrario, cuando ese amor no es lo suficientemente hondo y desinteresado, fácilmente les trasmitiremos la impresión de que valen más bien poco… y les «instaremos», sin advertirlo, a adecuar su comportamiento a esa imagen degradada y empequeñecida.
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, un vago que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna… «aunque no fuera —suelo explicar, con una punta de humor y de ironía— sinó para no defraudar a sus padres».
Análogamente, si por una excesiva insistencia en sus defectos e ignorancia de lo que realiza bien, damos la impresión de que sólo estamos con él para regañarle, seguirá actuando mal, incluso de forma inconsciente, con el único fin de recibir la atención que necesita.
Paradójicamente las regañinas se transforman entonces en refuerzo psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que evite.
Por lo común, es mejor que el chico tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado escasa. Cosa que conseguiremos si logramos hacerle apreciar que nuestro amor es —¡de veras: nunca por táctica!— incondicional, incondicionado e incondicionable, y que, aunque deseemos que dé lo mejor que sí, en ningún caso le retiraremos nuestro afecto si, por falta de fuerzas, de capacidad o de interés… ¡o por mala voluntad!, no alcanza tales niveles o incluso comete una o mil barbaridades.
En consecuencia, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.
Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades —lo que lleva consigo el esfuerzo previo de descubrirlas e incluso, si es el caso, de ponerlas por escrito y repasarlas con frecuencia, o pedir a nuestro cónyuge que «nos pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro— es para él un gran incentivo; en efecto, el pequeño —como, con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.
Es cierto que los hombres somos los únicos seres que obramos no según lo que somos, sino lo que creemos que somos o, incluso, lo que creemos que creen que somos y, por tanto, lo que (creemos que) esperan de nosotros.
Por eso, según recuerda un eminente pensador francés, la clave de la educación consiste en ver y querer en cada momento a aquel a quien amamos un poco mejor de lo que en realidad es.
Por idénticos motivos, cuando un hijo hace una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de comentar o sugerir, no hay que tener miedo a darle la razón. No se pierde autoridad; más bien al contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sinó en la misma verdad objetiva de lo que se propone… y en la calidad personal que con ese gesto —reconocer que el hijo tiene más razón que nosotros— ponemos de manifiesto.
Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido. En principio, y en contra de una actitud hoy demasiado frecuente, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas calificaciones es deformante. Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.
Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones.
Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo es bueno, sinó por la recompensa que él recibe: o, lo que es idéntico, a pensar más en sí mismo (en su recompensa) que en los otros; en definitiva, a anteponer el amor propio desordenado al debido amor hacia los demás… que es dónde se cumple la auténtica perfección de cualquier persona.
Y además, porque cuando tales «premios» vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: recompensar reiteradamente lo que no lo merece, equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.
• En resumen: conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre (superficialmente) contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sinó ayudarle a sacar de sí, con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal… haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.
Me a gustado mucho es muy parecido a varios articulos que lei aqui, pero siempre esta bien tenerlo presente.