Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 12, 31-13, 13
Hermanos:
Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino excepcional.
Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden.
Ya podría tener el don de profecía y conocer todos los secretos y todo el saber, podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada.
Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.
El amor no pasa nunca. ¿El don de profecía?, se acabará. ¿El don de lenguas?, enmudecerá. ¿El saber?, se acabará
no. no es que de repente haya sentido una revelación. o si. esta fue la lectura del evangelio que se hizo el dia de mi boda. y posiblemente en la de muchas de vosotras ya que es bastante tipica. la recordé el otro dia leyendo un capitulo del libro "tu hijo, tu espejo" (marta alicia chavez, editado por grijalbo en españa). alguien hace poco hablaba en el foro de que nuestras tecnicas no le funcionan. otras madres hablan de nuestro metodo.me apetece mucho compartir con vosotras este capitulo porque es realmente una reflexión que todas debemos hacer. quedaos sobre todo con la ultima frase.
Amalos y haz lo que quieras
El amor es la fuerza más poderosa del Universo, mil veces más que la ira, el resentimiento y el temor. Un solo acto de amor puede cancelar miles de actos de naturaleza inferior.
El amor todo lo cura; el amor todo lo puede. Lo único que importa en la vida es el amor. El poder sanador del amor es infinito.
La solución nunca está en el plano del problema, la solución es siempre el amor, que está más allá de los problemas.
Hermosas verdades leídas y escuchadas aquí y allá, a lo largo de mi incansable búsqueda de aprender a amar.
Me encanta ser madre y me encantan los padres y las madres. He trabajado con cientos de ellos en terapia, cursos y conferencias y siempre me he encontrado con seres que, como yo, están en constante búsqueda del por qué, del qué hacer y cómo hacerlo mejor en su función de padres. A veces bromeo con ellos respecto al hecho de que no importa cuál sea el tema del curso o la conferencia, siempre acaban preguntando cosas relacionadas con sus hijos. Cómo ayudarle a resolver tal problema; por qué su hijo se comporta de tal forma; qué hacer con su hijo para cambiar tal situación. Y aun cuando les hago ver cómo los hijos pueden ser grandes distractores para no vernos a nosotros mismos, y aun cuando los invito a verse a sí mismos a la luz del tema que estamos revisando, las preguntas acerca de sus hijos siempre son contestadas y respetadas, porque sé que son el reflejo de una honesta intención de ser mejores padres.
Efectivamente, los padres nos preocupamos demasiado de qué hacer y cómo hacerlo. Conozco padres expertos en el manejo del lenguaje asertivo con sus hijos, en la comunicación empática, en la perfecta formulación y negociación de normas y límites, pero aun con todas esas habilidades técnicas las cosas no les funcionan; el dolor y el desamor reinan en sus hogares, la distancia emocional con sus hijos es inmensa. ¿Qué pasa entonces? Demasiada técnica, poco amor.Existen familias donde la falta de amor salta a la vista.
Algunos padres usan toda su energía en intentos de solución, que repiten una y mil veces, pero no funcionan. Lo que están haciendo estos padres es tratar de resolver el problema en el nivel más externo y superficial, como es el de los comportamientos, pero sin llevar a cabo ninguna transformación en los niveles más profundos, como el lo son el emocional, el mental y el espiritual. Están demasiado interesados en la parte técnica de la paternidad, mientras que la parte profunda está desatendida.
No hay duda, sin embargo, de que los cambios en el nivel de comportamientos son importantísimos y muchas veces van a ser el disparador de cambios más profundos. No quiero negar o minimizar la importancia de los «cómos» en el trato de los hijos, esto es vital y existen excelentes libros para ayudarnos a desarrollar habilidades, pero ello, sin amor, se convierte sólo en técnicas que producirán soluciones superficiales y transitorias a un problema, mientras surge otro o el mismo con diferente disfraz. Los padres necesitamos trabajar en los planos internos, porque a fin de cuentas, los externos son reflejo de los primeros.
Estoy absolutamente convencida de que, no importa cuál sea el problema que un hijo presente: el amor incondicional de los padres será indispensable para resolverlo.
No te preocupes tanto por el porqué de tus errores; preocúpate, o mejor ocúpate, por acrecentar tu capacidad de amarlos; es posible hacerlo, trabaja duro en ello y todo lo demás vendrá solo. Porque un padre que ama profundamente a un hijo sabe por intuición qué hacer y qué no hacer, cuándo dar y cuándo pedir, cuándo ayudar y cuándo dejar, cuándo hablar y cuándo callar, cuándo retener y cuándo soltar. Y cuando un padre no sabe qué hacer, se centra entonces en su corazón y le pregunta al amor, y el amor siempre le responderá, no importa qué error cometa, su impacto sobre el hijo será suavizado por el amor, porque los errores que un padre amoroso comete no dejan esas dolorosas heridas que tanta gente va cargando por la vida.
Recuerdo algo que dejó una imborrable huella en mí.
Sucedió hace unos ocho años en la sala de espera de un consultorio. Frente a mí se encontraba sentada una joven madre, era obvio por su aspecto y su lenguaje que se trataba de una persona humilde, sin preparación académica... Sin embargo, desde entonces, he querido parecerme a ella, aunque sea un poco.
Su hija de unos 8 o 9 años padecía una enfermedad muy notoria a simple vista: una desviación de la columna vertebral que aun a su corta edad ya había provocado un importante grado de deformación en su cuerpo. Su cara era extraña, aunque no podría decir qué clase de patología era, su boca estaba torcida y sus ojos ubicados de forma totalmente asimétrica en su carita.
Lo esperado, desde un punto de vista fríamente psicológico, sería que esa niña presentara ciertos rasgos de personalidad como inseguridad, timidez, hostilidad e incluso sería comprensible si tuviera síntomas de agresividad e incapacidad de socializar; producto, sin duda, de ir por la vida con esas diferencias físicas tan notorias que por lo general animan crueles bromas de otros niños y las miradas punzantes de la gente.
Pero para mi sorpresa, encontré en esa niña a la criatura más dulce, amorosa y luminosa que he conocido. Sigilosamente se acercaba a cada una de las personas que estábamos en esa sala de espera —gracias a Dios, incluyéndome a mí— dedicándonos unos minutos para preguntar: « usted enfermo? ¿De qué? ¿Le duele mucho?», y luego expresaba su compasión de la manera más hermosa que he visto: «Ay, pobrecito, pero pronto se va a curar; sana sana, culito de rana...», y finalmente contaba brevemente su propia historia y que estaba ahí porque un doctor muy bueno le iba a hacer una operación.
Todos, absolutamente todos los que la veíamos estábamos fascinados. Esa niña rompía mis esquemas y yo en secreto me preguntaba cómo era posible que una niña con toda esa deformidad física fuera como ella, y mientras más la veía en acción mayores eran mis interrogantes, pero al girarme para ver a su madre todas mis dudas y cuestionamientos fueron contestados. Nunca he visto a una madre mirar a su hijo de la manera en que ella lo hacía; toda su cara reflejaba tanto amor y sonreía levemente y sus ojos brillaban de amor mientras observaba a su hijita interactuar con la gente y, de vez en cuando, con una dulce y aprobatoria voz le decía: «Ya, hija, deja al señor en paz». Entonces la chiquilla corría a abrazarla efusivamente y le decía «Te quiero» en las formas más graciosas y hermosas imaginables, para luego volver a hablar con el siguiente paciente. Entonces entendí de inmediato que la diferencia entre un niño feliz y psicológicamente sano y un niño infeliz y enfermo estriba en la aceptación y el amor incondicional de sus padres.
Amar y aceptar incondicionalmente a un hijo no significa permitirle todo, no ponerle límites, no levantarle nunca la voz, no ser firme, no experimentar jamás sentimientos como el enfado o el resentimiento; sino más bien, significa amarlo como es, aun en los momentos en que te encuentras verdaderamente molesto con él, y aunque tu cuerpo, tu voz, tu respiración, tus gestos y tu energía estén mostrando esa molestia, ahí en el fondo, en tu centro, está tu amor por él y tu hijo lo siente desde su centro, y responde a él, porque quien se siente amado está más abierto y dispuesto.
En el capítulo 5 hablamos del rechazo y cómo, se exprese o no, el hijo lo siente, lo sabe de una forma muy visceral, lo percibe en cada interacción de la relación. También comentamos que cuando un hijo con frecuencia lanza un reproche «No me quieres» o «Prefieres a mi hermano», realmente está percibiendo esa verdad y aunque el padre se pase la vida asegurándole lo contrario, el hijo no le cree, simplemente no se convence. Pues ocurre igual con el amor puedes hacer lo que sea, decir lo que sea, equivocarte de la manera que sea y tu hijo siempre percibirá tu amor.
Hace tres años, cuando me preparaba para ejercer como terapeuta en alcoholismo y adicciones, tuve el privilegio de conocer y trabajar con decenas de adictos y conocer sus historias alrededor de esta enfermedad. Si bien la adicción es una enfermedad primaria —que no se deriva de otras—, con componentes de tipo genético, orgánico, psicológico, familiar y social, se ve fuertemente i pactada por aspectos mucho más profundos, como el sentido de la vida, la espiritualidad y, por supuesto, el amor o el desamor.
Lo que descubrí repetidamente en esas dolorosas historias fue la profunda e importantísima influencia que ejerce en el proceso de recuperación del adicto, el amor de los padres y familiares, aun con todo el dolor, la impotencia, el enojo y la frustración que puedan sentir. Si bien es cierto que la recuperación de un adicto depende sólo de él y de su propio deseo, determinación y compromiso para salir adelante, creo realmente que el amor de sus seres queridos lo ayudan sobremanera. Este comentario no tiene ninguna base de investigación científica o estadística y sólo muestra mi propia percepción y mí propia opinión al respecto.
Reducir pues la paternidad a un conjunto de técnicas, fórmulas y comportamientos es ignorar el poder curativo del amor.