por recomendación de guiomar estoy leyendo este libro: tu hijo, tu espejo. y anoche, antes de acostarme lei este capitulo, que me parece excelente para compartri con vosotras. no se trata de que sirva de desahogo colectivo, sino de que cada una lo guardeis en el corazón para que la proxima vez que la maternidad os haga sentir mala gente o penseis que lo estais haciendo fatal o sois injustas con los niños, lo releais.
espero que os guste:
TU HIJO. TU ESPEJO (MARTA ALICIA CHAVEZ. ED GRIJALBO)
Cuando ser padre agobia
«Mis hijos me pesan tanto que algunos días, a escondidas, siento deseos de huir. Si me quedo no es para cumplir con mi deber sino porque sé que una vez que me haya ido no aprovecharé mi libertad, no encontraré esa indiferencia que tanto deseo. Sé, por experiencia, que no descansaría hasta saberlos en paz, responsables de sí mismos, felices si es posible.»
Valiente mujer al atreverse a escribir algo así y mostrar abiertamente un sentimiento que en algún momento de nuestra vida todos los padres experimentamos.
Decía una amiga, abrumada con su bebé de 9 meses y su hija de 4 años: «Ay, Martha, cómo me gustaría que ya fueran grandes y estuvieran casados». Es cierto que ésta es una anécdota curiosa que puede provocar risa. Sin embargo, cuando la cuento en público no son las risas, sino las múltiples reacciones de asombro y desaprobación hacia esa madre agobiada las que me sorprenden: « qué mala!», «pobres niños!», «;Qué bárbara!». Si somos honestos, todos algún día hemos deseado que llegue ese momento, añorado por mi amiga, en que nuestra responsabilidad directa como padres termine.
A veces tenemos ganas de que nuestros hijos desaparezcan por un rato para, por supuesto, luego recuperar los, porque no hay duda de que los amamos, no hay duda de que queremos cumplir con nuestra responsabilidad como padres. Deseamos estar a su lado y compartir nuestra vida con ellos, pero esa otra parte, ese sentimiento secreto que brota en ciertos momentos, es también real.
¡Ah, si los padres habláramos de esto entre nosotros; si nos atreviéramos a expresar ante nuestros amigos esa sensación cuando estamos abrumados! Si nos atreviéramos por lo menos a confesárnoslo a nosotros mismos, qué rápido pasaría, ¡qué rápido podríamos sentirnos de nuevo serenos y en paz! ¿Y por qué no lo hacemos? Porque el solo hecho de reconocerlo nos hace sentir malos, culpables y avergonzados, y además silo expresamos en público somos criticados y juzga dos; ésa es la realidad. Aun cuando cada uno de los padres que escucha una confesión como ésta ha sentido lo mismo alguna o muchas veces, no se atreverá a aliarse al desnaturalizado padre que lo está expresando, por miedo a ese duro juicio que se emitirá sobre él también. Ojalá los padres fuéramos más compasivos los unos con los otros.
En general, los sentimientos de agobio de la madre tienen que ver con sus funciones —desde cuidarlos, ayudarlos con los deberes, atenderlos, hasta cocinar para ellos, limpiar, lavar, etc.—, mientras que para el padre están relacionados con su función de proveedor.
He tenido en mí consultorio una buena cantidad de madres y padres que me expresan su frustración, su desilusión y a veces su resentimiento, por que se sienten usa dos por sus hijos. Las madres se sienten tratadas como sirvientas y los padres como proveedores, y afirman que sus hijos lo único que quieren de ellos es que cumplan lo mejor posible esa función.
En una ocasión, un padre me confesó avergonzado que frecuentemente, en secreto, hacía cuentas de todo el dinero que le quedaría disponible para él si no tuviera que pagar escuelas, comida, ropa, etc., para sus hijos. Al mismo tiempo decía: «Me siento culpable de pensar eso, porque tengo la certeza de que sí quiero hacerlo, en ver dad quiero mantenerlos, con todo mi corazón lo deseo, porque los quiero mucho».
Y es cierto, el hecho de que la responsabilidad a ratos nos pese no significa que no deseemos cumplirla; éste es uno de esos aspectos de la vida donde dos cosas que parecen contradictorias coexisten, se tocan, se juntan y ambas son verdaderas.
Pero ¿qué sentido tendría poder hablar de estos sentimientos secretos sin sentirnos juzgados?, o ¿para qué reconocerlo ante ti mismo si quizá te produzca culpa y vergüenza? La respuesta es así de simple: cuando por mucho tiempo hemos negado y reprimido algún sentimiento, éste va a buscar formas alternas de salir; así son los sentimientos —recuerda que no querer verlos no significa que se vayan—, y entonces desarrollamos ciertos rasgos, como una preocupación extrema por el bienestar de los hijos o un importante y limitante miedo a que les pase algo.
Si bien es normal que los padres nos preocupemos en cierta medida por el bienestar de nuestros hijos, no lo es cuando esa preocupación llega a grados en los que, por ejemplo, no les permitimos salir por el miedo a que algo les pase, o no podemos dormir mientras están fuera de casa o vivimos en una constante angustia por todas las cosas terribles que les podrían pasar. Si le ponemos palabras a esa dinámica inconsciente, diríamos: «No vaya a ser que la vida me tome la palabra y me los quite».
Julia era madre de tres adolescentes, su preocupación alcanzaba tales cotas que cuando sus hijos salían de noche, ella entraba en una verdadera crisis de angustia que desaparecía por arte de magia en cuanto regresaban. Cuando Julia llegó a mi consulta ya empezaba a presentar esa angustia durante el día, ante hechos tan simples como que los chicos asistieran a la escuela; así, necesitaba que ellos la llamaran al llegar, o que estuvieran en permanente contacto desde el lugar donde anduvieran para saber que estaban bien. Los hijos, por supuesto, se sentían abrumados por la preocupación de la madre y ella no podía controlarla.
Cuando cuestioné a Julia respecto a cómo estaba sintiéndose en esos momentos de su vida con su papel de madre, ella contestó rápidamente de la forma en que lo hacen todas las «buenas madres»: «Muy bien, los quiero muchísimo, ellos son lo más importante para mí». Al es cuchar mi hipótesis de que su gran preocupación se debia a que estaba sintiendo rechazo por ellos o en ese momento de su vida estaba cansada y agobiada por ser madre de tres adolescentes, tarea nada fácil, reaccionó justo como reaccionan las «buenas madres»: «Por supuesto que no, Martha, yo los quiero muchísimo, ¿cómo voy a sentir rechazo hacia ellos?».
Dentro de su proceso terapéutico, llegó el momento en que Julia reconoció sus sentimientos y confesó que, con todo su amor por ellos, a veces pensaba que viviria más cómoda y tranquila si no hubiera tenido hijos y que veía con cierta envidia a su hermana soltera que viajaba con frecuencia. Cuando pudo reconocer, tocar, trabajar y reconciliarse con la parte de ella que guardaba Esos sentimientos secretos y vergonzosos, su extrema preocupación disminuyó de manera sorprendente: podía dormir tranquila cuando sus hijos salían, dejó de necesitar que la llamaran constantemente para saber que estaban bien y la angustia desapareció.
Así de maravillosa es la verdad, así de sorprendente es el cambio de sentimientos y comportamientos que podemos experimentar cuando la reconocemos. «la verdad os hará libres!» y reconocerla no significa que haya que gritarla a los cuatro vientos para que el mundo se entere; reconocerla significa que la expresas para ti mismo, es una autoconfesión y sólo si lo deseas la puedes compartir con otro ser humano.
Sin embargo, a veces no basta con reconocer estos sentimientos y es necesario un proceso más largo y pro fundo para resolverlo; en otras ocasiones hay un componente orgánico en esta clase de angustia y es necesario recibir medicación. Lo que sí aseguro es que reconocer tus sentimientos de agobio ante tus hijos, en los momentos en que los sientes, te abre la puerta a la solución. Si lo de seas, trabaja con lo que te propongo en el capítulo 12 para sanar estos miedos.
Ahora soy madre de dos veinteañeros y durante toda su adolescencia, tal como ahora, he intentado ser muy consciente de esos momentos en que me siento especial mente preocupada por ellos, En cuanto empiezo a notar esos sentimientos en mí, de inmediato me exploro a mí misma y me doy cuenta de que estoy en una de esas etapas en que me siento abrumada por la responsabilidad de ser su madre; lo reconozco sin juzgarme, con compasión y respeto hacia mí misma, me digo cosas como: «Te entiendo, no es para menos, estos días has tenido muchas presiones, has estado trabajando mucho, además estás triste por tal cosa o estás pasando un fuerte síndrome premenstrual o simplemente no estás de humor».
Algunas veces decido hablarlo con una de mis queridas amigas que me comprende y me escucha sin someterme a juicio. Sea como sea, siempre me sorprende lo rápido que recupero la tranquilidad y la confianza en la vida bondadosa y en la Divinidad que protege a mis hijos dondequiera que van. Lo cierto es que los amo y, sin duda, quiero estar con ellos