He aprendido mucho en estos meses de silencio. La introspección me ayuda a escuchar mejor, ha saber un poco más de la vida, de mi familia y de mi misma.
A veces los árboles no me dejan ver el bosque y todavía más a menudo, el bosque no me permite ver los árboles. Quiero decir con esto que más seguido de lo que quisiera me olvido de mi singularidad, de la de mi marido, de la de mi hija y de la de mi hijo. A veces echo un vistazo rápido a los problemas y veo estadísticas de resolución, la probabilidad de éxito que tendré según la forma de encarar el problema. Si amenazo con la zapatilla, tanto de éxito; si quito el juguete de la discordia, tanto de éxito; si dialogo, tantos puntos para mí; si dejo que lo resuelvan ellos, tantos otros puntos,… y así me la puedo pasar. Sin embargo, a pesar de esa aparente objetividad, normalmente, la decisión sobre cómo actuar ante un problema viene motivada más por mí que por el éxito en sí, y los puntos que doy a cada solución también. Así si tengo dolor de cabeza es fácil que considere el grito como una buena opción; si tengo la presión por los suelos, es fácil que decida dejar las cosas pasar, si estoy de buen humor optaré por dialogar y si la situación me sobrepasa pediré auxilio a mi compañero.
En estos meses de silencio he aprendido que me he engañado a mi misma durante algunos años (o quizá siempre) en los que decía a voz en grito que el centro de mi vida eran los demás. Podían ser las obras sociales en las que he trabajado, podía ser mi compañero, podían ser mis hijos, podía ser mi madre,... pero en el fondo era yo misma el centro de mi vida. La única diferencia es que ni yo misma lo veía, ni lo quería ver. ¿Yo egoísta?... ¡Con todo lo que hago por ustedes! ¡Desagradecidos! No tengo tiempo ni de bañarme en condiciones, hace años que no duermo, no voy a la peluquería más que dos veces al año, por no poder ni me puedo poner crema al salir del baño, recuerdo cada una de las nimios gustos de todos y trato de complacerles, aguanto estoicamente mis problemas de salud y no tengo tiempo ni de ir al médico... y todavía me tildan de egoísta o de traidora que de todo hay… ¡Puff!
Y entonces, una buena tarde, todo eso se cae de repente y las cosas empiezan a cambiar. En mi caso esa buena tarde fue aquella en la que por enésima vez en su vida mi hijo me pedía pecho y se ponía a jugar con el pezón y comenzó a lamerlos. Y entonces un tabú ancestral me despertó del letargo del sacrificio. Creo que buena parte de mi vida he luchado contra los tabúes, contra aquello que “estaba mal” porque sí, porque siempre había sido así y sin embargo, ese tabú me despertó. Y es curioso porque a mi me cuesta mucho entender la dialéctica que asegura que nada es tan malo que no tiene algo de bueno y viceversa. La gente no es buena o mala o todos somos buenos y malos a la vez, que viene siendo lo mismo. Para mí los tabúes eran lo peor de lo peor y ahora he descubierto que también pueden ser buenos.
A lo que voy, que no quiero perder mucho el hilo, es a que en el momento en que mi hijo me lamió los pezones me levanté de un brinco y salí corriendo a encerrarme en otra habitación. Fue la última vez que le di pecho. Claro tiene casi tres años y afortunadamente para los dos tiene otras formas de consuelo, aunque no mentiré a nadie diciendo que ha sido un proceso fácil. Pero si creo que ha sido un proceso necesario para mí. Yo necesitaba destetarle, hacía año y medio que me sentía incómoda dándole pecho y seguí haciéndolo realmente no se bien por qué. A lo mejor porque sentía que lo necesitaba o porque era más terco que yo o porque me resultaba cómodo o porque temía que mi hijo me dejara de necesitar,… posibilidades hay mil y realidades probablemente también. Pero creo que no es momento para el psicoanálisis.
Por supuesto que mi hijo hace su parte en el tema del destete. Digamos que hace lo que se llama resistencia pasiva, el pide, insiste, trata de levantarme la blusa y luego se va a jugar. Y se caga encima (cosa que también hacía antes aunque con menos intensidad). Por supuesto que muestra su enfado y es bueno que lo haga, pero yo, por primera vez en mucho tiempo me estoy poniendo en primer lugar. No tengo excusas para hacerlo. No hay otro embarazo (como cuando destete a mi hija), no tengo problemas de salud, aparentemente no hay nada salvo mi egoísta y sana necesidad de recuperar mi cuerpo para mí misma. No para mi compañero, para mí.
Y es que en estos meses de silencio he aprendido que solo mirando y cuidando el árbol que soy yo puedo cuidar sanamente al bosque de mi familia.
No puedo hablar de crianza sin lágrimas si no me crío a mi misma con amor. Podré dar a mis hijos un montón de noches sin dormir, un millón de diálogos en vez de un par de gritos, podré dar a mi compañero noches de placer, pero lo que no podré hacer es que se lo crean. Me puedo pasar el resto de mi vida encima del escenario de la maternidad, tratando de ser madre y esposa ideal o puedo optar por tirar la tarima a la basura y ponerme a la altura de los demás. Tirarme al suelo a jugar con mis hijos, jugar a las cosquillas, enseñarles a dar volteretas laterales (aunque me cueste un calambre), hacer collares con sopa de letras, pintar en el suelo con los dedos, llorar por la muerte de la gata, pedirles que me ayuden a enterrarla dignamente, regañarles si lo creo necesario, gritar si me hacen daño e incluso proteger mi integridad física de las patadas de un karateca de tres años. Me puedo permitir confiar en mi hijo y en el amor que nos tenemos para destetarle (creo firmemente que el conflicto que me generaba le hacía más mal que bien) y puedo asegurar que lo entiende y lo respeta (otra cosa es que no le guste del todo).
Me puedo permitir dejarme consentir, pedir ayuda en vez de gritarla cuando por aguantar aguanto años sin pedir auxilio y al final el grito es más un grito que da miedo que una petición que consigue ayuda. Me puedo permitir ver la grandeza de mi compañero que todavía trae hambrientos a comer a casa en vez de ver los pelos del bigote en el lavabo.
Puedo permitirme en fin, aprender a darme, para poder dar, aprender a escucharme para poder escuchar, callar de vez en cuando para aprender del silencio y aprender a quererme para poder querer a los demás.