STELLA CHESS,
De la niñez a la independencia, 1978
Durante la infancia y parte de la adolescencia mi adaptación al mundo que me tocó vivir fue bastante turbulenta. La hiperactividad, la curiosidad insaciable, la intolerancia al aburrimiento, la atracción por aventuras de intensidad elevada y el hecho de que podía resistirme a cualquier cosa menos a una tentación me conducían con regularidad a travesuras y situaciones arriesgadas que preocupaban a mis padres y maestros y ponían a prueba su paciencia. Recuerdo, por ejemplo, que con ocho años me gustaba participar en carreras de bicicletas sin frenos, y nadar en el mar bastante más lejos de lo que me permitían mis fuerzas y posibilidades de volver a la playa. Si bien era un muchacho sociable y alegre, cualidades que facilitaban las relaciones de amistad, con frecuencia mis arrebatos indignaban a mis mejores amigos.
Entre los nueve y los once años, después de haber cometido alguna barrabasada, me asaltaba interiormente la pregunta: « quién demonios soy yo?». Entonces, desfilaban por mi cabeza los calificativos que los adultos más queridos solían utilizar para describirme: «es un niño muy travieso», «un diablillo», «no para quieto», «más malo que la quina», «siempre enredando», «un rabo de lagartija».
Para apoyar esta reseña personal acostumbraba a representar en mi teatro mental algunas escenas de dramas pasados: mi madre llorando angustiada y llamándome a voces desde la azotea de la casa de Sevilla, porque los vecinos alarmados la alertaron de que yo andaba saltando alegremente por los tejados colindantes. A menudo recordaba la figura de mi padre enfurecido, cuando descubrió que yo había arrancado del costoso diccionario de la lengua todas las páginas que contenían fotos en color —banderas, mapas, animales, paisajes— para coleccionarlas y componer mi álbum personal. No olvido tampoco las caras descompuestas de las exasperadas monjas del colegio de párvulos de la Doctrina Cristiana intentando, por las buenas y por las malas, mantenerme quieto y callado en el pupitre de la clase. Entre paréntesis diré que esta primera crisis escolar tuvo un final feliz para mí —reconozco que no fue así para mis padres—, pues las hermanas, hartas de tratar inútil mente de moderar mi inatención y nerviosismo, decidieron liberarse de mí y un Miércoles de Ceniza del mes de febrero me devolvieron para siempre a casa con una mentira piado sa. La breve nota decía textualmente: «Por razón de la avanzada edad del niño, no puede seguir en este colegio».
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Sin duda mi madre fue mi ángel más importante. Era el tipo de madre que todo niño travieso anhelaría de pequeño. Le encantaban los críos “los niños te alargan la vida” solía decir. Era comprensiva, flexible y permisiva, e incluso a veces mis diabluras le hacían gracia.
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Estas experiencias me convencieron de dos cosas. Una que loa noción que los niños tienen de si mismos es simplemente el reflejo de las opiniones que los dema´s forman y difunden de ellos. La segunda, que para apreciarse a uno mismo es esencial contar durante los altibajos de la niñez con el cariño y suave apoyo de algún adulto. Y cuanto mas espinosas sean las circunstancias de la infancia, más indispensables son estos vinculos afectivos.
¿Sabeis quien es este niño tan tremendamente travieso? es el Dr. Luis Rojas Marcos, un eminente psiquiatra español que en nueva Cork ha dirigido los servicios de salud mental y drogodependencias, luego el sistema sanitario y hospitalario de la ciudad, y actualmente es profesor de psiquiatria de la universidad de nuevayork y miembro de la academia americana de medicina.
estracto de su libro: la autoestima ed: espasa hoy.