A mí, mi primer parto con epidural me había ido bastante bien.
Pero algo se removió en mí, y algo de lo que escuché en esa sala, conectó con lo que quedaba de mi instinto mamífero.
Pasó el tiempo, fui leyendo e incluso conociendo cada vez a más mujeres que habían parido en casa y mujeres profesionales que asistían partos en casa, y de locas no tenían nada. Lo que decían era muy coherente y poco antes de quedarme embarazada de nuevo me planteé un parto natural.
Entonces, me di cuenta de que el proceso que yo había hecho durante años, también tenía que hacerlo mi entorno. Y sopesé que no estábamos preparados para tener un parto en casa, así que finalmente decidimos plantearnos un parto natural, pero asistida por una comadrona y una ginecóloga en un hospital.
Buscamos información y di con la mujer adecuada. Decidí confiar en ella (y ella se ganó mi confianza) como profesional y respetarla igual que yo quería que me respetaran. Hicimos un buen tándem.
Y 3 meses después me siento a explicar mi segundo parto: el de mi hija Emma. Sin duda alguna ha sido uno de los días más especiales de mi vida y que más me ha enseñado.
El lunes 24 de agosto, volvíamos de vacaciones a casa ya que llevaba una semana dilatada de 3 centímetros pero sólo con contracciones de Braxton Hicks y en plena forma, pletórica y disfrutando a tope del último mes que nos quedaba de exclusividad con mi hijo.
Por la noche, nos fuimos a cenar unas tapas con unos amigos. A la 1 de la madrugada volvimos a casa, y al acostar a Hugo, no sé si por intuición o por casualidad, le expliqué cómo sería todo cuando llegara su hermana, Emma. Le conté que él podría estar con nosotros en el hospital el rato que quisiera, que por las noches se quedaría con la yaya, la abuelita, o el papá si lo deseaba, y que en un par de días, estaríamos todos juntos en casa. Cuando se quedó dormido, le besé con una ternura especial.
Al sentarme en el sofá, tuve una contracción diferente. Se lo comenté a mi marido y bromeamos con la posibilidad de que no se iría a trabajar al día siguiente. No sé si fue casualidad, pero creo que el hecho de volver a casa, a mi nido, y con mi familia, hizo que se desencadenara la situación. Me estiré a ver si descansando se paraba la cosa pero a los 10 minutos tuve otra, a los 5 minutos otra y luego ya eran cada 2. Llamamos a mis padres para que se acercaran a casa a quedarse con el nene.
Mientras, mi marido me subió del maletero del coche (que aún la teníamos allí) la pelota de dilatación para pasar mejor las contracciones. No me lo podía creer; ya quedaba muy poco para que naciera mi niña y yo estaba exultante de felicidad. Sabía que todo iba a ir bien. Confiaba mucho en ella y en mí misma y sabía que hacíamos un buen equipo.
Llegaron los canguros mientras Carlos acababa de preparar las bolsas de la nena y nuestra. Entre contracción y contracción me encontraba tan bien que no me podía creer que ya fuera la hora. Al ver como pasaba una contracción, mi madre me apremió para que me fuera al hospital, y no le faltaba razón, así que, aunque me costó encontrar el momento, en un momento que no tenía dolor, bajé al coche.
Recuerdo el viaje bien, aunque pasar las contracciones sentada no era lo óptimo, se estaba mucho mejor en la pelota. Pero recuerdo que era de noche, una noche muy bonita con una luz especial, teníamos el CD de cuentos de Hugo puesto en el coche, lo cambiamos por música que tatareaba entre contracción y contracción, había poco tráfico en Barcelona, me parecía una ciudad bonita iluminada por la luna, un buen lugar para nacer.
Llegamos al hospital y ya eran las 3.25. Costó que nos atendiera alguien en recepción de urgencias, se les oía hablar dentro, pero nosotros no habíamos hecho ningún ruido al entrar, y yo me apoyaba en el mostrador aguantando el dolor de las contracciones que aún eran soportables.
Nos hicieron pasar a una habitación al lado de las salas de partos. Me monitorizaron para ver cómo estaba la nena, pero yo no aguantaba muy bien las contracciones estirada en una camilla, así que intenté cambiarme de posición encima de la cama. Tenía mucho calor, me desnudé y bebí mucha agua. Al poco, tenía ganas de hacer pipí, y justo en ese momento, entró la enfermera que me había monitorizado y le pedí que me dejara ir al baño. Me desmonitorizó y me hizo un tacto. Estaba ya de unos 5 - 6 centímetros. Mientras hacía pipí, rompí aguas, y a partir de aquí las contracciones fueron más fuertes e intensas. De cuclillas apoyada en la cama era como mejor estaba.
De repente, no sé si había pasado 5 o 15 minutos, la verdad… entró la comadrona, se presentó y me preguntó si quería un parto natural. Yo le dije, medio en broma, medio en serio, que me lo estaba pensando, porque ahora las contracciones eran dolorosas. Y al mirar como iba dilatando me dijo: “Mujer, es una pena, estás ya totalmente dilatada”. Esa frase me animó y me dio mucha confianza en mí misma. Si había sido capaz de dilatar tanto en tan poco tiempo, lo poco que faltaba lo iba a aguantar también. Así que avisó para que prepararan la sala de partos mientras ella llamaba a la ginecóloga.
Iban a traer la silla de ruedas, y oí como les dijo: “no, mejor sin silla, entre contracción y contracción que vaya andando”. Fuera de contexto puede sonar a “castigo” pero para nada, yo me sentía totalmente capaz de hacerlo, de hecho mientras andaba hacía la sala de partos, pensé que era mucho más cómodo ir así que antes cuando me habían llevado en silla de ruedas.
Carlos se quedó fuera y yo entré a la sala de partos; estaba en penumbra y había una pelota de dilatación puesta con un empapador sobre la que me abalancé para pasar la siguiente contracción. En seguida pasó mi marido que se vistió en 1 minuto, y la comadrona vino con el aparato que controla el corazón del bebé y lo aguantaba ella con la mano para ver qué tal estaba Emma. Tuve tan sólo un par de contracciones más y llegó la ginecóloga. Yo ya sabía que a esto no le quedaba ni un cuarto de hora, pero alegró mucho verla, significaba que era la recta final. Pedí más agua allí mismo y me dieron un par de vasos. Como Carme no lograba escuchar bien el corazón de mi niña por la posición que tenía yo en la pelota, me pidió que me subiera a la camilla. Vio que la nena estaba perfecta y me dijeron que ya era momento de empujar. Para animarme, me dijeron que me incorporara y pude tocar el pelo de Emma. Ya estaba ahí.
Los próximos 5 minutos los recuerdo muy vagamente. Supongo que el hecho de que mis endorfinas estuvieran saturando mi cuerpo, hizo que estuviera como en otra dimensión, lo recuerdo como si estuviera drogada. Pero tenía ahí a un testigo excepcional, al papi, que cuenta que empujaba con fuerza como una fiera y que justo en el último momento final gritaba que ya no podía más (esto mismo recuerdo haberlo leído como un síntoma de que el último pujo ya está cerca).
Pude sentir lo que llaman “aro de fuego”. Eran las 4.40h. Mi niña preciosa asomó su cabeza y sus bracitos, y me animaron para que me incorporara y acabara de sacar su cuerpecito y sus piernas de dentro de mí. Fue el momento más bonito e inolvidable de toda mi vida. Rompí a llorar y sólo podía darle besos a mi bebé que abría los ojos buscándome y mirando todo lo que había a su alrededor.
Nos fundimos los tres en un abrazo interminable, besándonos y llorando. De repente, no había nadie más que nosotros 3 en esa sala de partos que seguía en penumbra. La auxiliar, la enfermera, la comadrona y la ginecóloga, se retiraron a un segundo plano, hasta que pasados unos minutos, nos dijeron que iban a cortar el cordón porque ya había dejado de latir. También me dieron 3 puntos ya que me había hecho un desgarro (según ella me avisó que parara de empujar, pero yo no oí nada).
No puedo explicar lo que sentí porque realmente toqué el cielo, era la felicidad más inmensa, estaba pletórica, llena de energía, sólo podía mirar a mi niña y reír. Pensaba en lo bien que había ido todo y me sentía una diosa con el tesoro más grande y valioso que una mujer puede tener.
Emma lloraba con fuerza y en unos minutos, en cuanto subimos a la habitación, se puso a mamar con energía, como una fiera (y a eso se dedicó durante las siguientes 48 horas sin descanso, tanto que se quedó afónica de llorar mientras me separaba de ella para hacer un pipí o ducharme). Su papá descansó en el sofá un rato y yo me dediqué a mirarla, a hacerle fotos y a disfrutar. Como no me habían puesto ninguna anestesia, podía levantarme, ir al lavabo, coger la cámara, el móvil, desayunar, y hasta me vestí. Me recuerdo mirándola constantemente con una sonrisa en la boca. Era feliz.
Ahora lo que necesitaba era ver a Hugo, presentarle a su hermana, y estar con mis 2 retoños. Como siempre, mi niño precioso estaba aún más precioso ese día. Estoy segura de que el día 25 de agosto, yo era la mujer más afortunada del mundo, o por lo menos, así me sentía.
Había conseguido el parto respetado que quería. Sin anestesia, sin enemas, sin vías, pudiendo beber cuando tenía sed, con la monitorización justa, con palabras cariñosas y de ánimo, respetando mi tiempo y mi opción. Teniendo en cuenta mi intimidad y la de mi familia, permitiéndonos conocernos, mirarnos, besarnos y darle la bienvenida que se merecía mi niña.
Nuestro deber como mujeres y como madres es buscar nuestra opción, no quedarnos con los partos instrumentalizados de los hospitales con protocolos antiguos, y encontrar justo la opción con la que nos sentimos más cómodas. Porque en una era en la que tenemos tantísima información a nuestro alcance debemos leer, comparar, tomar una decisión y buscar nuestro camino (si lo pensamos, nada que no hagamos para comprarnos, por ejemplo, un coche). Por nosotras y por nuestros bebés, porque existe la diferencia entre una llegada al mundo cálida y respetada y una fría e instrumentalizada.
No hace falta parir en casa si creemos que no vamos a estar confiadas, aunque sea una muy buena opción. Y sea cual sea nuestra decisión es muy importante tener confianza en el profesional que nos asista, en nosotras mismas y en nuestros bebés.
Relajarnos y disfrutar del principio de la vida, de una historia de amor incomparable, nos hará empezar con buen pie el vínculo con nuestros bebés y con confianza en nosotras mismas.
Nosotros, a partir de aquí, hemos continuado con las historias de amor de Hugo y Emma, que nos han vuelto locos por completo y tan, tan felices, que a veces hasta duele.