Carlos Fresneda
1.1 Las raíces afectivas de la inteligencia
1.2 Estrés en familia
1.3 El trabajo interior de la paternidad
1.4 El vínculo paternal
1.1 Las raíces afectivas de la inteligencia
Ser padres ya no es lo que era. La sociedad aséptica en la que vivimos, con esa fe ciega en la tecnología y en los “expertos”, ha construido una burbuja alrededor de los recién nacidos. Los niños crecen casi siempre privados del contacto instintivo con sus progenitores: enganchados al biberón, encajonados en carritos, confinados en guarderías.
La ciencia, que tanto ha contribuido a ensanchar esas distancias, ha dado un volantazo en estos últimos años y está descubriendo los beneficios de la proximidad entre padres e hijos, rebautizada ahora como attachment parenting.
Según la psicóloga A. N. Schore, en un estudio publicado en el Australian and New Zealand Journal of Psychiatry, el “vínculo” o “apego” maternal afecta directamente a la parte derecha del cerebro, que regula todos los mecanismos relacionados con el control de las emociones y con el desarrollo de la memoria.
A. N. Shore sostiene que el trauma y el estrés en los niños, provocado muchas veces por la separación prematura, puede impedir el “desarrollo óptimo” del cerebro en esa etapa crucial que va de los cero a los tres años.
La proximidad padres-hijos, en cambio, redunda directamente en la inteligencia, en la capacidad motriz y en el equilibrio emocional.
1.1.1 Necesidades biológicas
La ciencia y la práctica caminan juntas desde hace algo más de una década, cuando decenas de padres aunaron fuerzas en Estados Unidos y crearon la asociación Attachment Parenting International, que está empezando a echar raíces en Europa (www.attachmentparenting.org).
El padrino de la paternidad con “vínculo” fue el psiquiatra británico John Bowlby, que formuló su teoría del apego como una “necesidad biológica”, allá por los años 50. La antropóloga Margaret Mead realizó por su parte un estudio comparativo de varias tribus del mundo y demostró que las más violentas eran las que privaban a los niños del contacto físico a edad temprana.
En 1958, la doctora Marcelle Geber estudió de cerca en Uganda a 308 niños criados a la vieja usanza (amamantados a discreción, transportados en proximidad constante con la madre, compartiendo la misma cama) y los comparó con un grupo de niños europeos: alimentados en biberón, empujados en carritos, alejados de sus padres por la noche... ¿Su conclusión? Los niños africanos desarrollaban sus capacidades motrices e intelectuales con mayor precocidad durante el primer año.
Al mismo puerto llegaron la doctora Sylvia Bell y la psicóloga Mary Ainsworth, de la Universidad John Hopkins, unas de las primeras en levantar la voz contra la pediatría oficial que incitaba a las madres a no “malcriar” a los hijos cogiéndoles en brazos más de la cuenta, respondiendo automáticamente a sus llantos o dándoles de comer fuera de sus horas.
Bell y Ainsworth concluyeron que la relación armónica madre-hijo puede tener un impacto no ya sólo en el desarrollo del niño sino en su capacidad intelectual. Y las claves para esa armonía son las respuestas “sensibles” a las necesidades de los pequeños, la frecuencia de las interacciones físicas y verbales y la libertad de exploración de los niños (bajo la supervisión, que no bajo el control, del adulto).
“Los padres son siempre los mejores expertos en sus propios hijos”, nos advierten a dos voces William y Martha Sears, curtidos como pediatras y padres (ocho hijos). Su libro, The Attachment Parenting Book, es desde hace dos años la Biblia de esta nueva escuela de paternidad.
“Nosotros llevábamos más de dos décadas practicando la paternidad con apego sin saber siquiera que tenía un nombre”, confiesan los populares Sears & Sears. “Digamos que nos dejamos guiar por el instinto, que para nosotros fue la manera más natural de ser padres”.
Los Sears nos remiten a los estudios de Marshall Klaus y John Kennell, que ya en 1976 descubrieron que para los humanos, igual que para otros mamíferos, existe un “periodo sensitivo”, justo en el instante del nacimiento, en el que madres e hijos están programados para beneficiarse mutuamente del contacto.
Otro pilar del attachment parenting es cargar con los niños, en brazos o colgados, pero manteniendo lo más posible la proximidad física.
1.2 Estrés en familia
Los niños de hoy en día se enfrentan a un problema gravísimo: no tienen tiempo para ser niños. Desde que nacen, les embarcamos en nuestra dinámica de adultos, programamos sus jornadas para adaptarlas a las nuestras, no les dejamos jugar a sus anchas ni curiosear.
Cuando tenía once años comencé a sufrir unos terribles dolores de cabeza, aún los recuerdo. Mis padres me llevaron de médico en médico, me hicieron todo tipo de pruebas: no encontraron nada. Llegaron a pensar que me quejaba por llamar la atención, cosas de niños, ya se le pasará.
Pero los dolores persistían, especialmente por las noches, mezclados con una especie de angustia vital que entonces me sentía incapaz de explicar y que ahora, con el paso del tiempo, asocio a los primeros problemas en casa y a la presión agobiante del colegio. Mi idea de la familia feliz empezó a derrumbarse, y la escuela dejó ser un sitio divertido para convertirse en una soga diaria. Muchos días me acostaba deseando no volver a abrir los ojos.
Las jaquecas. Las náuseas. La ansiedad. Todo aquello eran síntomas de lo que ahora llamarían estrés infantil. Al niño alegre y vital se le empezaba a caer la casa encima. El mundo le exigía demasiado. Le sobraban obligaciones y le faltaban válvulas de escape.
Y eso que la infancia era entonces un refugio idílico, nada que ver con lo de ahora... Me cuesta creer que haya padres que a los seis meses "estimulen" precozmente a sus hijos con vídeos titulados "Baby Shakespeare" o "Baby Einstein". O que al año y medio les sienten en su regazo a bucear en el Internet y a alucinar con MaMaMedia. O que a los dos años se feliciten por las buenas notas de los mocosos en "prelectura" y en "preescritura".
Esos padres están ahí, todos conocemos alguno, y lo peor es que resulta muy difícil reprocharles. Ellos quieren lo mejor para sus hijos y piensan que cuanto antes aprendan, mejor los resultados.
Luego, a los cinco años, habrá que ir pensado en complementar el horario escolar con inglés, música e informática por las tardes. Y los fines de semana, que no falte el fútbol, la natación, el tenis, las artes marciales o el ballet, por aquello de compensar el esfuerzo mental de lunes a viernes.
Poco importa que el chaval o la chavala se arrastre por los suelos cuando llega el domingo por la tarde, ni que el padre y la madre acaben doblegados en el sofá: esto no hay cuerpo que lo aguante.
Es el ritmo de vida que entre todos nos hemos marcado, y ante eso no hay nada que hacer (nos consolamos). La suerte está echada: o subimos al tren, o corremos el riesgo de que nuestros hijos se queden atrás, algo que nunca seremos capaces de perdonarnos.
Y luego está también la otra cara de la moneda, la que los propios padres tenemos que pagar por aventurarnos en la proeza de la prole. Los agobios económicos. Las incomprensiones en el trabajo. La falta de tiempo, maldito tiempo, para cubrir todos los frentes.
Aterrizamos en casa exhaustos, y sin apenas tiempo para cambiar de "chip" tenemos que acometer la parte más dura de la "doble jornada". Nos flaquean las piernas y las neuronas. Lo único que deseamos es que llegue el momento de meternos en la cama.
Hablo sobre todo por "ellas", sufridas madres trabajadoras. La psicóloga Georgia Witkin habla del "síndrome de estrés femenino", que sería una mezcla del consabido estrés laboral y de la "quemazón" del ama de casa (aislamiento, claustrofobia, baja autoestima). La socióloga Arlie Russell Hochschild ha detectado incluso un curioso fenómeno, mantenido hasta ahora en secreto: miles de mujeres utilizan la oficina como escapatoria y prolongan intencionadamente su jornada laboral por no enfrentarse al infierno que les espera en casa. Trabajo, dulce trabajo.
Los hombres también padecemos ciertas dosis de estrés familiar: nuestra falta de paciencia -y el profundo desconocimiento del "oficio"- nos hace mucho más proclives a reacciones de ira y agresividad que a menudo pagamos con los hijos, programados para ponernos todos los días en situación límite.
Y qué decir de las discusiones por cuenta de las faenas domésticas, de la perpetua crisis en la pareja, de las tensiones que todos los días estallan puntualmente a primera hora de la mañana y a la caída de la tarde, de las 500 horas de sueño que se calcula perdemos los padres novatos durante el primer año de desvelos, que no será el último...
Aquí tenemos pues a "la familia neurótica de nuestros días" (como titulaba ya un libro visionario en los años sesenta), enfrentada a sus propios fantasmas y a los que esperan agazapados detrás de las puertas.
El primero de todos ellos: la soga del tiempo. Según un reciente estudio de la Universidad de Michigan, los niños americanos -marcando la pauta al resto del planeta- han visto disminuir su tiempo libre de un 40% a un 25% en la última década. Por si fuera poco, les están robando ya hasta la media hora de recreo, por aquello de mejorar el rendimiento académico (una tendencia preocupante que ha empezado a tomar cuerpo en los cinco últimos años).
El niño "modelo" de este trepidante principio de siglo se llama Steve Guzmán y se cae de la cama a las seis de la mañana. Desayuna en cinco minutos, se pasa una hora en autobús. De ocho a tres, en el cole. Otra hora en autobús. Deberes. Más deberes, que pronto habrá que hacerlos por ordenador y enviarlos sin falta por e-mail esa misma noche. Ya no queda tiempo ni para ver la tele. Clases particulares, también los sábados. Por fin el domingo: un rato libre para quedar con los amigos en el centro comercial. Aunque hay que recoger pronto porque el lunes toca examen. Y así una semana, y otra, y otra.
"Y encima nos quejamos porque les dan la semana blanca de vacaciones y no sabemos qué hacer con ellos", se lamenta el psicólogo Juan J. Miguel Tobal, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y del Estrés. "Los niños de hoy en día se enfrentan a un problema gravísimo: no tienen tiempo para ser niños. Desde que nacen, les embarcamos en nuestra dinámica de adultos, programamos sus jornadas para adaptarlas a las nuestras, no les dejamos jugar a sus anchas ni curiosear".
Segundo fantasma del estrés infantil: la hipercompetitividad, la obsesión de muchos padres por exigir el máximo rendimiento a sus hijos, sin reparar en los efectos secundarios... "En muchas ocasiones, esa actitud de forzar a los niños a conseguir ciertos logros no contribuye más que a crear personalidades obsesivo-compulsivas", se explica Juan J. Miguel Tobal.
Más estresantes: la presión que ejerce a partir de ciertas edades la pandilla de amigos, con sus propios ritos y reglas. O el aislamiento que padece el niño urbano, confinado durante horas entre cuatro paredes, en compañía de la "canguro" o de la niñera electrónica. O el nacimiento de un hermano, que introduce un "nuevo orden familiar". O el divorcio de los padres, y el impacto emocional de la separación...
"Toda ruptura deja unas secuelas importantes", seguimos don Juan J. Miguel Toval. "Aunque te voy a decir una cosa: una convivencia mal llevada, con frecuentes discusiones y agresiones verbales, puede producir más estrés y ocasionar a la larga un trauma mucho mayor que un divorcio".
Con los dos padres o con uno de ellos, en un hogar modélico o en otro decididamente hostil, los niños han de enfrentarse siempre a un cierto grado de estrés, a veces necesario e incluso deseable para subir los escalones que nos va poniendo la vida. El problema está cuando forzamos la máquina, cuando exprimimos a los pequeños y los dejamos sin jugo. El estrés puede convertirse entonces en caldo de cultivo de depresiones, insomnios, jaquecas, fobias, tics, dolores de estómago, trastornos psíquicos y debilitamiento del sistema inmunológico.
De acuerdo con Concepción Iriarte -en su estudio "El estrés: un problema de hoy en el mundo infantil"-, se puede estimar que el 40% de los niños sufre una sobrecarga física y emocional. Las depresiones afectan ya al 8% de la población infantil, y los casos de anorexia y bulimia se manifiestan a edades más y más tempranas.
Los pediatras se ven desbordados: las enfermedades infecciosas están dejando paso a estas otras "enfermedades de la opulencia", para las que no existen diagnósticos ni curas seguras.
La hiperactividad, el déficit de atención e incluso el "síndrome de fatiga crónica" -el mal de los "yuppies"- se ceban con saña con los más pequeños. Desde los dos años, el estrés puede agravar el asma o las alergias y contribuir a los trastornos intestinales, a las irritaciones en la piel y a las gripes prolongadas.
Un reciente estudio de la Universidad de Kentucky habla incluso del "estrés uterino": el que la madre agobiada transmite al embrión, que puede nacer escaso de peso y con mayor propensión a padecer diabetes y enfermedades del corazón.
"El problema mayor al que nos enfrentamos es no sólo el desconocimiento, sino los errores de apreciación que los adultos hacemos del estrés infantil", sostiene la especialista Georgia Witkin en su último libro: "Kidstress". La psicóloga ha sometido a un riguroso cuestionario a 800 niños entre nueve y doce años, y luego ha contrastado los resultados con la percepción -casi siempre equivocada- de los padres.
La mayoría de los chavales ha reconocido que la escuela es el factor más estresante en sus vidas: su mayor obsesión son las notas, seguidas de los exámenes, los deberes y la presión para pasar de curso. La familia viene justo después: la salud de los padres es un motivo constante de preocupación en los pequeños; temen quedarse solos y que un día les falte la protección que necesitan.
La presión de los amigos es mucho menor que la que los padres tuvieron en su día; entre otras cosas, porque los niños disponen de mucho menos tiempo para socializar y pasan muchas horas a solas. Los medios influyen bastante más de lo que se creía, y no hablamos sólo de la violencia televisada; también de la visión fragmentada del mundo que los niños perciben en las noticias: guerras, crímenes, desastres naturales, calentamiento global. A partir de los diez años, algunos chavales empiezan a manifestar un preocupante "miedo al futuro" que ninguno de sus padres fue capaz de anticipar.
Otro sorprendente descubrimiento de Georgia Witkin es la falta de diálogo entre padres e hijos: incluso aquellos que presumen de una mayor conexión con los niños son incapaces de interpretar los primeros síntomas de estrés. Los chavales, por lo general, tienen dificultades para verbalizar sus emociones y tienden a retraerse o a expresarse sin palabras (palmas sudorosas, uñas mordidas, boca seca, pérdida de apetito).
"Cada niño habla su propio dialecto del estrés, y los padres han de aprender a descifrarlo", se explica Georgia Witkin. "Todos los niños están dotados para salir de esas situaciones de un modo innato. En el fondo, se trata de conocernos más a nosotros mismos e intentar conocer mejor a nuestros hijos para ayudarles a activar sus propias defensas naturales y a recuperar el equilibrio emocional".
Un sondeo fugaz entre amigos y conocidos que tienen hijos me lleva a dar la razón a la psicóloga americana: lo desconocemos todo -o casi todo- sobre el estrés infantil.
Carmen tiene una hija de nueve años que se estuvo quejando de frecuentes dolores de estómago. De ahí pasó a desvelarse por las noches y a mostrar una creciente desgana. Se refugió en el silencio; tardó varios meses en confesar que la raíz de sus males estaba en el colegio, y sobre todo en un profesor, que más de una vez la ridiculizó por su ignorancia ante sus compañeras. Con el cambio de escuela, la niña ha recobrado el aliento vital y se ha vuelto a asomar al mundo con la alegría de antes. Carmen respira aliviada, aunque no acaba de explicarse cómo tardó tanto tiempo en percatarse del estrés que estuvo a punto de arruinar la salud física y mental de su hija.
Oscar, el hijo de Laura y Antonio, se pasa siete horas diarias en la guardería. Su padre, periodista, apenas le ve durante la semana, y de algún modo se siente en deuda. Por eso decide llevarle a clase de natación los sábados y los domingos. A Oscar, que chapoteaba como un pez, empieza a darle miedo el agua. Los ataques de pánico se reproducen cuando se avecina la hora de la piscina. Antonio se da cuenta y renuncia: bastante tiene el chaval con la "jornada" diaria. A veces nos olvidamos que, también ellos, se merecen descansar los fines de semana.
Pilar sabe que el estrés maternal se contagia, y que sus hijos de seis y tres años empezarán a comportarse mal si la notan nerviosa. "La teoría me la sé; lo difícil es llevarla a la práctica", dice. El estrés que entra en su casa estalla de forma inmediata... y de la misma manera se va: "Aunque se instale durante unos minutos el caos, siempre encontramos un modo de capear el temporal".
A veces, lo que mejor funciona es los momentos críticos es la ruptura: unas carreras por el pasillo, la pausa del baño, un juego predilecto que actúa como resorte en la imaginación del niño. En ocasiones, lo ideal es embarcarnos con él en una suerte de flujo: cantar a dúo una canción, poner a toda la familia a bailar, o convertir en pequeños rituales las faenas domésticas. Conozco un amigo con tres hijos que hace venir a casa a una profesora de yoga dos veces por semana; esos momentos se han convertido para ellos en un rompeolas del que salen tremendamente relajados y fortalecidos.
La intuición -y la experiencia- me dice que la mejor forma de prevenir el estrés de los niños es trabajando primero en nosotros mismos como padres. Si no somos capaces de dejar atrás preocupaciones y agobios, si no podemos aterrizar con ellos en el momento presente, difícilmente captaremos sus señales. No se trata de doblar el espinazo y someterse a la implacable tiranía infantil, sino de ser más receptivo y no acabar atrapados con ellos en el mismo callejón sin salida.
Simplificar nuestros hábitos es también otra manera de protegerse. El "silencio electrónico" debería ser obligatorio en esos hogares con dos o tres televisiones, consola de videojuegos, ordenador, estéreo, "walkman", teléfonos, móviles y juguetes que lo llenan todo de ruido. Habría que "blindar" nuestras casas contra el estrés y convertirlas en remansos de paz, frente al ritmo impetuoso de la vida moderna.
Pero tendríamos sobre todo que permitir que los niños sean niños, y no compulsivos aprendices de adultos. Lo expresa mejor nadie David Elkind, autor "The hurried child" ("El niño apresurado"). En su boca ponemos esta última reflexión, sin edades ni fronteras:
"El concepto de infancia está en grave amenaza de extinción en esta sociedad que hemos creado. Los pequeños son las primeras víctimas del estrés: nadie como ellos sufre las consecuencias de los vertiginosos cambios por los que estamos pasando. Y los padres se sienten como en una olla a presión, incapaces de encontrar su sitio en un mundo lleno de exigencias, transiciones e incertidumbres".
Diez sugerencias para prevenir el estrés en los niños:
1. Póngase frecuentemente en el lugar de su hijo. Trate de ver las cosas desde su perspectiva. No le subestime ni considere que es "demasiado pequeño para padecer estrés". El mínimo cambio en su rutina puede crearle tensiones.
2. Aprenda a interpretar los síntomas de estrés infantil. Una de las primeras señales puede ser el insomnio. Algunos niños los interiorizan en forma de dolores de estómago, migrañas o fatiga. Otros los manifiestan con tics como morderse las uñas o tirarse del pelo, o en forma de rabietas y ataques de agresividad.
3. No les programe en exceso, ni les contagie su ritmo acelerado de vida. Evite la sobrecargar de actividades tras la jornada escolar. Déjeles todos los días tiempo libre para jugar, correr al aire libre o no hacer nada en particular.
4. Enséñeles a relajarse. Practique con ellos yoga o compartan todos los días unos minutos de baile o de ejercicio físico. Aproveche momentos como el baño para rebajar la tensión. Aprenda a darles masajes ocasionalmente.
5. No les reprima por sistema; ayúdeles a expresar su frustración. En situaciones límite, permítales que griten contra una almohada o que corran hasta que se cansen y remita la ansiedad.
6. Procure no transmitir sus preocupaciones de adulto al niño y mucho menos descargar sobre ellos su propia tensión. Los niños tienen siempre a sus padres como puntos de referencia, y es muy fácil que se contagien del estrés.
7. Hable con sus hijos. Aproveche el momento de la cena para celebrar un cónclave familiar. Enséñeles a exteriorizar sus sentimientos.
8. Controle el tiempo que pasan delante de la televisión y de los ordenadores, que pueden provocar lo que se conoce como estrés visual. Estimule la interacción con otros niños.
9. Vigile la dieta; en especial, la ingestión de azúcar. Nada de comida- basura, ni de bebidas refrescantes (con un alto contenido en cafeína).
10. Cultive la risa: el humor compartido es a veces la mejor de las terapias para aliviar las tensiones.
1.3 El trabajo interior de la paternidad
"El mejor regalo que podemos hacer a nuestros niños es el nuestra propia presencia", escriben los autores. "Para estar en pleno contacto con nuestras vidas, hay que aprender a desconectar el piloto automático y aterrizar en el momento presente, vivir intencionalmente en el ahora, practicar lo que llamamos la "paternidad atenta".
De la paternidad a la catástrofe no hay más que un paso. Ninguna otra experiencia en la vida provoca tal cúmulo de sensaciones contradictorias: de la ternura a flor de piel a la irritación permanente, de la lucidez repentina a la "locura" transitoria, del delirio vital al precipicio de las obligaciones que no cesan, los choques frontales con la pareja, la fatiga crónica, la desorientación total. "¿Entonces, por qué tenemos hijos?", se preguntan al unísono John y Myla Kabat-Zinn, autores de "El trabajo interior de la paternidad. "Tal vez lo hacemos por los besos y los abrazos... O tal vez con la intención de enriquecer nuestras vidas, pensando que saldremos fortalecidos en el intento".
Sea cual sea la razón, John y Myla Kabat-Zinn, padres de tres vástagos, nos sugieren que aprovechemos los nueve impagables meses de embarazo para trabajar interiormente, conocernos mejor a nosotros mismos y llegar con la primera lección aprendida al que será nuestro inseparable oficio durante el resto de nuestros días.
"El mejor regalo que podemos hacer a nuestros niños es el nuestra propia presencia", escriben los autores. "Para estar en pleno contacto con nuestras vidas, hay que aprender a desconectar el piloto automático y aterrizar en el momento presente, vivir intencionalmente en el ahora, practicar lo que llamamos la "paternidad atenta". La "paternidad atenta" no es sólo un antídoto contra el estrés, sino un modo de enriquecer desde dentro la experiencia de ser padre. ¿Cómo? Poniéndonos más frecuentemente a la altura de nuestros hijos. Aprendiendo de ellos todos los días. Observándolos calladamente. Fijándoles ciertos límites, pero sin controlarles en todo momento. Introduciendo pequeños ritos cotidianos que refuercen los lazos familiares. Regalándoles nuestro tiempo y no estando siempre con la cabeza -o con el móvil- en otra parte...
Lo que proponen John y Myla Kabat-Zinn es, ni más ni menos, que acometer la paternidad como una suerte de "meditación en acción" que repercuta en nuestro bienestar y en el de los propios hijos: "Es increíble comprobar cómo cambia radicalmente la actitud de los niños en cuanto perciben que estamos con ellos con nuestros cinco sentidos. La relación padre-hijo se convierte entonces en un flujo constante: las tensiones desaparecen y se alcanza una mágica sensación de gratitud y equilibrio".
1.4 El vínculo paternal
Llora el niño. Y en vez de guiarnos por nuestro instinto de padre o madre, nos fiamos a ciencia ciega de lo que dice el “experto”... Si lo cogemos una y otra vez, le estamos malcriando. Si intentamos reconfortarle, nos estamos dejando manipular. Lo mejor es dejarle llorar y llorar. Que aprenda y se calle.
Se despierta el niño. Se resiste a dormir en su oscura y solitaria habitación y busca el calor y la protección de la cama de sus padres... No hay que ceder, insiste el “experto”. Dormir con los padres tiene grandes riesgos. Sí, ya sabemos que se ha hecho durante siglos. Pero no es apropiado, está mal visto, no es sano.
No quiere ir a la guardería el niño. Se pasa todo el rato llorando la ausencia de mamá. No juega, no canta, no ríe... Nada que no se cure con el tiempo (de nuevo el “experto”). La “ansiedad de la separación” remite al cabo de uno o dos meses, señora. Los niños son felices en la guardería, descuide. Aprenden mucho. Socializan.
Están confabulados los “expertos”, eso parece. La consigna de la pediatría oficial ha sido alentar la separación de madres de hijos, y no vamos a recordar ahora cómo hace treinta años nos vendían la incuestionable superioridad de la leche de bote frente a la teta materna.
“Somos los únicos mamíferos que les damos una patada a nuestros hijos para mandarles a otra habitación, que les damos una chupete para que se callen y que nos buscamos cuanto antes un trabajo o una ocupación para no sentirnos frustrados o frustradas”.
Le tomamos la palabra a Mar Palmer, 32 años, madre de dos y un tercero en camino, allá en Mallorca. “A la mayor, Mariona, la metimos mucha caña y aún está pagando todos los errores que cometimos fiándonos de los “expertos””, recuerda. “Con el tiempo nos dimos cuenta de cómo todos esos consejos te impiden escuchar tus instintos maternales, te generan agresividad y acaban haciendo mucho daño a los niños”.
Mar acabó dejando su trabajo en el ayuntamiento y volcándose con sus hijos: “Lo primero son ahora ellos, eso lo tengo claro. Tienes que pagar un precio, pero lo ganas por otro lado. Con Nil, el segundo, todo ha sido muchísimo más fácil. Le di de mamar hasta los tres años, durmió con nosotros, descubrí lo importante que es llevarlo en brazos... El niño confía en sus padres, y ahora es él el que se va despegando, y todo de una manera muy natural”.
Sin premeditación, aunque con nocturnidad, Mar se fue abonando a eso que los americanos llaman “attachment parenting” y que no es ni más ni menos que el vínculo o el apego entre padres e hijos. Por instinto, Mar acabó haciendo piña con otros padres mallorquines en “Neixer i Creixer” (“Nacer y Crecer”), una de las asociaciones pioneras en eso que también llamamos la “crianza natural”.
“Al principio te entran dudas y tienes que hacer frente a mucha presión social, empezando por tus propios amigos”, confiesa Mar. “Pero ayuda mucho eso de estar en una red de gente que está en la misma onda que tú... Y ya somos unos cuantos”.
En Madrid, decenas de padres buscan también otra manera de crecer con sus hijos en la Escuela de Familias Al Alba. Fabiola Aguado, directora y terapeuta infantil, rompe una lanza por el “vínculo”: “No se trata de una manera utópica y romántica de ser padres, sino de una forma sensata y sensible de afrontar la paternidad. Hay que estar presentes y disponibles para atender las necesidades de los hijos”.
“Nuestra sociedad fomenta una falsa autonomía en los niños”, insiste Fabiola. “Si los padres no están, los niños van arrastrando unas carencias que se traducen más adelante en una dependencia profunda. Lo que los hijos necesitan en los primeros años es una base segura... Hay estudios que demuestran que los niños criados con “vínculo” tienen más confianza en sí mismos y son a la larga más independientes”.
La idea del “vínculo paternal” o “attachment parenting” se remonta a los años cincuenta, con los famosos estudios del psiquiatra John Bowlby. El apego entre padres e hijos es “una necesidad biológica” y algo común en todos los primates, sostiene Bowlby. En cada fase de crecimiento, los niños (las crías) buscan la proximidad, el contacto y la protección de una persona adulta. Durante siglos, ésa ha sido la clave de la supervivencia.
Pero las sociedades modernas avanzan –es un decir- en sentido contrario. La separación traumática entre madres e hijos comienza ya en el parto hospitalario, por no hablar de la distancia con las que muchas mujeres viven sus propios embarazos, siempre a expensas de lo que certifique el “experto”.
El mundo laboral, diseñado por los hombres y para los hombres, pasa como una apisonadora sobre muchísimas mujeres que no tienen elección: familia o trabajo. Nadie parece plantearse el impacto emocional que causa a madres y niños la separación al cabo de cuatro meses, ni cómo esa ruptura forzosa afecta a la salud y a la vida emocional del pequeño, que se pasa la mayor parte del día en brazos ajenos, enganchado al falso consuelo del chupete y del biberón.
Las barreras en las familias se van haciendo cada vez más altas, y pronto vendrá la maratón de actividades extraescolares. El caso es estirar las jornadas de los niños tanto como las nuestras, cubrir lo más posible las ausencias y reducir los “lazos” entre padres e hijos a un beso de buenas noches. A veces ni eso.
La antropóloga Margaret Mead realizó hace cuatro décadas un estudio entre varias tribus del mundo y demostró que las más violentas eran las que privaban a los niños del contacto físico con los padres a edad temprana.
La doctora Marcelle Geber tuvo la osadía de comparar la “tribu” europea y sus “civilizadas” costumbres (bebés al biberón, en habitaciones separadas, empujados en carritos) con 308 niños criados a la vieja usanza en Uganda (amamantados a demanda, compartiendo cama, a lomos de sus madres). Su conclusión: los niños africanos aventajaban a los blancos en capacidad motriz y en capacidad intelectual durante el primer año.
Y así llegamos hasta el doctor William Sears, padrino del “attachment parenting”, más de una década rebelándose contra la pediatría oficial y promoviendo una relación más cercana y armoniosa entre padres e hijos. Sus consejos han servido de acicate para miles de padres de todo el mundo, reunidos en Attachment Parenting International, que cuenta ya con grupos en países europeos como Gran Bretaña, Holanda y Alemania.
Según William Sears, los cimientos del “vínculo” se crean en el alumbramiento, en ese “período sensitivo” tan común al de todos los mamíferos y tan ajeno a los asépticos protocolos hospitalarios. La lactancia, advierte, es una fuente de alimento no sólo material sino también emocional para un niño en los primeros meses de vida.
Sears aconseja cargar con todo lo posible con los niños, en brazos o colgados, pero manteniendo la proximidad física y el contacto. El pediatra del “apego” defiende a capa y espada las virtudes de la cama familiar o colecho y resume sus siete “mandamientos” en dos: cree en el llanto de tu hijo y ¡cuidado con los “expertos”!
Como respuesta a tantos y tantos libros “crueles y despiadados”, el pediatra Carlos González decidió precisamente escribir “Bésame mucho”. “Creo, sinceramente, que los padres lo harían mucho mejor si no hubieran existido todos esos manuales que incitan a desconfiar de los niños y a tratarles con total desprecio”.
“No quiero entrar en lo que es bueno o malo para el niño a largo plazo, si va a ser más o menos inteligente porque duerma contigo o los lleves en brazos”, afirma Carlos. “Lo que los niños necesitan, hoy y ahora, es afecto y proximidad. Y lo que han aconsejado por desgracia los “expertos” durante muchos años es justo lo contrario, hasta el punto de prohibir casi el contacto entre madres e hijos”.
El autor de “Bésame mucho” nos recuerda los experimentos con gorilas que se “olvidan” de cómo ser madres cuando las meten en la jaula. A los hombres y a las mujeres, sostiene, nos pasa algo similar: vivimos en estado de cautividad, confinados en ambientes artificiales, atrapados por normas culturales y alejadas de nuestros instintos y nuestros imperativos biológicos.
1.4.1 Se nos ha olvidado ser padres
González pone sobre el tapete un estudio comparativo sobre la crianza de los niños en varias culturas, publicado hace cuatro años en la revista “Pediatrics”... En 25 de 29 sociedades, los niños dormían con la madre o con los dos padres. En 30 de 30, los niños eran trasportados en brazos o a la espalda. En todas ellas se les amamantaba a demanda y la edad media del destete estaba entre los dos y los tres años.
El pediatra rompe también con el mito de que los hombres se han lavado las tradicionalmente las manos, y se remite a “La Historia Natural de la Paternidad” de Susan Allport: “El alejamiento del padre es fruto de la revolución industrial. Los padres han trabajado toda la vida en casa o han velado por la protección de sus hijos. Su papel puede cambiar, como lo está haciendo ahora, pero hay que acabar con ese mito”.
Años de experiencia como padre y de consulta como pediatra le han permitido también a Carlos González conocer muy de cerca el dilema de tantas familias de hoy en día... “Eso del tiempo de calidad es un cuento. Con los niños hay que estar, simplemente estar, y no obsesionarse con cronometrar los minutos que se pasa con ellos y aprovecharlos al máximo para hacer algo importante”.
Para María Jesús Ruiz, 40 años, lo más impagable de estos tres últimos con su hijo Víctor han sido “los largos paseos sin rumbo” en el pueblo en donde viven, Guadarrama. Y también, las siestas compartidas, o poder llevar a su hijo a la compra, a tomar el aperitivo, a un concierto entre semana y a todas esas cosas que no podría haber hecho si trabajara a tiempo completo...
“Intenté llevarle a la guardería con dos años y medio, pero lo pasaba mal y un día me dijo: “Mamá, vámonos a casa”... Para mí fue una señal. Hemos pasado mucho tiempo juntos desde entonces, y eso es impagable. Siempre ha estado muy apegado a mí, pero ahora se está uniendo más a su padre... Yo lo que quiero es que mi hijo sea feliz. Como dice su abuelo: “¡Ya tendrá tiempo de aburrirse en el colegio!”.
María Jesús ha vuelto a trabajar a horas perdidas, como profesora de español, pero no envidia en absoluto a sus amigas... “Al hijo de una de ellas le escuché decir el otro día que quiere marcharse a vivir al colegio, con cuatro años... Me pareció muy triste. Soy consciente de que estar tan cerca de tus hijos es navegar contra la corriente, pero yo estoy convencida de una cosa: cuidar de tus hijos es cuidar de la sociedad del futuro”.
1.4.2 Los diez ideales de la paternidad con “vinculo”
No hay ningún mandamiento escrito, pero sí existen maneras de fomentar el apego, el vínculo o la cercanía entre padres e hijos:
1. Conecta física y mentalmente con tu hijo/hija durante el embarazo. Vive conscientemente la gestación. Procura que el nacimiento sea lo más “íntimo” y natural posible, y prolonga al máximo el contacto físico después del parto.
2. Extiende la lactancia todo lo que necesite el niño/la niña y no te dejes llevar por las presiones sociales (el destete se produce entre los dos y tres años en la mayoría de las culturas tradicionales). Dale el pecho a demanda. Aprovecha esos momentos para estrechar los lazos.
3. Responde a los llantos de tu hijo y no le dejes llorar “hasta que se calle”. Aprende a interpretar sus señales. Sé totalmente receptivo a sus demandas, especialmente durante los primeros meses.
4. Confía en tus instintos de madre/padre. Cuestiona las opiniones de los “expertos”. En la duda, déjate guiar por el sentido común.
5. Lleva frecuentemente a tu hijo en brazos; el contacto físico estimula el desarrollo emocional, psicomotriz e intelectual del niño/niña.
6. Duerme con tus hijos durante los primeros meses (recuerda que durante cientos de años se hizo así, antes de que los “expertos” levantaran las barreras). Si no, comparte el dormitorio con ellos y procura no llevarles a habitaciones separadas hasta que ellos mismos lo reclamen.
7. Evita separaciones largas y traumáticas hasta los tres años. No te consueles pensando que le dedicas a tu hijo el suficiente “tiempo de calidad”. El tiempo compartido se mide siempre en horas, minutos y segundos...
8. Involúcrate al máximo en su educación. Procura que existan vasos comunicantes entre lo que aprende dentro y fuera de casa. Su “escuela” es la vida misma.
9. Usa la “disciplina” positiva: predica con el ejemplo y recuerda que las mejores lecciones se aprenden con afecto.
10. Respeta la individualidad de tus hijos. Ponte siempre que puedas en su piel y permite que encuentre su camino poco a poco: el “vínculo” les permitirá avanzar con mayor seguridad y ser a la larga más independientes.