Mi primer parto: 34 años, sana como una manzana, embarazo sin ningún problema, fe en la medicina. A las 41 semanas+6 días rompo bolsa a las 6 de la mañana y al ver que el líquido está teñido me agarro tal susto que para las 6,20 ya estoy en el hospital. Por el camino empiezo a notar contracciones totalmente indoloras. Al llegar me explora la MIR de guardia y me dice que la niña está bien y que tengo un borramiento del 90% y 1 cm de dilatación. Me llevan a una habitación individual que es a la vez de dilatación y paritorio donde puedo estar con mi pareja todo el tiempo tranquilamente. Me saluda la matrona y empieza el festival. Enemas y rasurados no se hacen desde hace años, así que por ese lado nada. Me colocan las correas de la monitorización con el consabido tumbing, me canalizan una vía y me plantan sin preguntar ni informar de nada el gotero de oxitocina. A los pocos minutos tengo unas contracciones intensísimas y un dolor insoportable, pero como aún no estoy nada dilatada, no me ponen la epidural. Al poco rato aparece un individuo vestido de verde que sin presentarse ni saludar me hace abrir las piernas y haciéndome un daño espantoso me mete la mano y me dice de malas maneras que me esté “tranquilita”. Lo dice porque del dolor me tiembla el cuerpo y las piernas, no lo puedo controlar y por lo que se ve le molesta. Por fin termina y dos días después descubro quién era y qué estaba haciendo. Según me dijeron era el jefe del servicio, el mismo que tiene prohibido permitir parir en cuclillas y utilizar la silla de partos. Lo que hacía era clavar un electrodo con una punta en forma de sacacorchos en la cabeza de mi hija, supongo que por tener meconio en el líquido aunque nadie me lo dijo. Cuatro larguísimas horas después me dice la matrona que estoy de 3,5 cms y que va a engañar a la anestesista y le va a decir que estoy de 4 para que me ponga la epidural. Viene y me la pone. Me cuesta muchísimo estarme quieta por el dolor, pero es muy amable y enseguida lo consigue. A los 20 minutos soy la persona más feliz del mundo, sin ningún dolor y hablando con una amiga que trabaja en ese hospital, como si estuviera en una terraza tomando unas cañas, totalmente desconectada de lo que estaba ocurriendo. La matrona viene varias veces y me va informando de que la dilatación progresa bien pero que la cabeza de mi niña no termina de bajar ni de rotar, por lo que se prevén problemas. A las seis de la tarde, 12 horas después de comenzar todo, me dice que van a intentar el parto vaginal (ellos), pero que no voy a poder (yo), que me dan media hora y que como no voy a poder (me repite, por si no lo había oído la primera vez) seguramente acabará siendo instrumental o cesárea por lo que mi marido no puede quedarse. Yo comento tímidamente que en los cursos preparto mi matrona decía que empujaba muy bien. Ella se burla y me dice “eso decís todas y luego no empujáis ninguna”. Sale mi marido y empieza el expulsivo. La cama-paritorio no está mal del todo, porque se levanta bastante y con ayuda de los agarres de las manos te puedes incorporar mucho. Lo peor me parece tener los pies en el aire, es mucho más difícil hacer presión abdominal con los pies así. Ella dirige los pujos y yo obedezco, aunque cuando me dice que puedo descansar le digo que no lo necesito, que por nada del mundo quiero una cesárea ni un parto instrumental y que voy a dejar allí los hígados. Me hacen una episiotomía sin decirme nada, sólo confirmándolo cuando yo lo pregunto. A los cinco minutos llaman a todo correr a mi marido para que esté presente porque ya se ve la cabeza. Estaba justo al lado de la puerta, así que entra, me sonríe y me dice: “no me he alejado porque te conozco y sé que sí vas a poder”. Me da la mano, noto una contracción, se lo digo a la matrona que me dice que no porque está mirando el monitor y no la ve, seguido me dice “ah pues sí”, empujo con todas mis fuerzas y en un minuto, a las 18,15h, ahí está mi niña, de color morado y muy quieta. Se la dan a la pediatra, tenía una vuelta de cordón según me dicen, pregunto cómo está y nadie me contesta. En su lugar la pediatra comenta en alto: “80, tiene un minuto para ponerse a 100”. Un minuto después se la lleva, a ponerle oxígeno según me dicen, sale la placenta y yo me desmayo. Vuelvo en mí y me dicen que me he mareado con una hemorragia fortísima entre la episiotomía, el desgarro y la salida de una enorme placenta de kilo y medio. Me están pasando expansores a chorro y por eso me encuentro mejor. Traen a mi hija, han pasado unos 5 minutos según mi marido, y por fin me dan a mi hija que ya se ha repuesto. Estoy muy contenta pero un poco aturdida. No sé de dónde saco fuerzas ni iniciativa pero les digo que quiero ponerla al pecho y me ayudan. Se engancha fenomenal y poco después se duerme profundamente durante 8 largas horas. Yo duermo a ratos. Durante todo nuestro ingreso no me separan de ella, me ayudan mucho con la lactancia con mayor o menor acierto y los chupetes y las tetinas están prohibidos. No obstante, circulan libremente las “ayuditas” de LA para quitar el hambre que supuestamente les deja el calostro a los niños. Al poco tiempo empieza el horrible puerperio: grietas, anemia grave por la que no me dejo transfundir y que me tiene k.o. dos semanas, incontinencia, infección de la episio, luego formación de un granuloma, el encuentro con todas mis sombras (gracias, Laura Gutman, por ponerle nombre a mis vivencias), la angustia, la incoherencia entre lo que hago y lo que siento, culpa, culpa, culpa. Poco después empiezo a relacionarme con otras madres sensibles y conscientes como vosotras, a leer a CG, a navegar, a descubrir en definitiva que todo lo que antes creía es mentira y que en los ojos de mi hija hay más verdad que en todos los libros que he leído. Tras muchos meses mi hija y yo nos encontramos por fin, me convierto por fin en una madre mamífera con su cría, con muchos lastres aún a cuestas, pero por fin, por fin, nos logramos encontrar. La culpa por la mala entrada que le di en la vida me acompañará siempre.
Segundo parto: 36 años, sigo sana y vuelvo a tener un embarazo sin problemas, pero esta vez no tengo ninguna fe en los protocolos médicos, investigo la posibilidad de parir en casa. Por oposición frontal de mi pareja por nuestra anterior experiencia y otras cosas desisto, pero esta vez me propongo ser más activa y no dejar fácilmente que me den gato por liebre. A las 41 semanas, sobre las 13h, empiezo a notar contracciones. Son muy seguidas desde el principio, cada 3-4 minutos, y no duelen nada de nada. Dispuesta a aguantar en casa al máximo, no se lo digo a nadie a pesar de que mis padres han venido hace unos días para estar preparados para atender a la mayor mientras estemos ingresadas, pero una hora después noto que pierdo líquido y otra vez compruebo que está teñido, sólo que esta vez además es más verde y espeso. Me preocupo bastante, así que aviso a mi marido que viene del trabajo enseguida, y a las 15h ya estamos en el hospital. Como es cambio de turno y aunque hemos dicho lo del meconio nos hacen esperar una hora en la que me dedico a pasear por la sala de espera confiando en que los movimientos de mi hija indiquen que está bien. Me mira la MIR de guardia y me dice que efectivamente la niña parece estar bien y que tengo 2,5 cms de dilatación. Le digo que no quiero oxitocina para acelerar el parto, sino sólo por estricta indicación. En su cara se ve lo que piensa de mí, pero sólo contesta “ya veremos”. Las contracciones siguen siendo muy seguidas y nada dolorosas. Me llevan a la habitación igual que la vez anterior y allí me quedo tan a gusto con mi marido. Hasta que viene una auxiliar y me dice que me meta en la cama. Le digo que no quiero hacerlo, que estoy mejor de pie. Se mosquea un poco y me dice que mejor lo hable con la matrona. Viene la matrona, que es muy amable, y me dice que perfecto, que me acueste 20 minutos para hacer un registro y luego me levante. En esos 20 minutos el dolor es peor, aunque muy soportable. Cuando pasan me levanto y el dolor desaparece por completo. No me apetece ninguna postura, sólo caminar, doy mil vueltas por toda la habitación que hemos alfombrado con empapadores ya que pierdo líquido a cada paso. De repente empiezan a dar importancia al meconio y me dicen que tendrán que monitorizarnos y que si quiero seguir moviéndome y también por mayor exactitud del registro la monitorización de mi hija debe ser interna (o sea, otra vez lo del sacacorchos). Comentamos tranquilamente los pros y los contras y accedo. Ahora ya no puedo andar, porque mi hija lleva un electrodo inalámbrico pero yo no y estoy enganchada al registro, pero sí me dejan estar de pie o en la postura que quiera con lo que da de sí el cable que tengo. A ratos estoy de pie apoyada en la cama, otras en cuclillas, a cuatro patas pruebo pero no me gusta. En las horas siguientes la matrona entra varias veces para preguntarme si no siento dolor, muy sorprendida porque la respuesta es “no, sólo molesta, pero se aguanta bien”. A las 20 h más o menos siento una enorme presión en el ano, se lo digo a la matrona, que me hace un tacto y me dice que estoy de 8 cms, pero que la presentación está muy alta y no ha rotado aún. Entonces me insiste en que me ponga la epidural, porque teme un final precipitado y no quiere que me pille “a pelo”. Le digo que no creo necesitarla pero insiste mucho e incluso me trae a la anestesista para que hable conmigo. La anestesista otra vez es muy amable y me explica que me puede poner una dosis muy baja que me permita moverme y notarlo todo pero aún así le digo que gracias, que no la necesito. Hablamos un poco sobre ello y al final acaba contándome cosas de sus partos sin epidural y nos reímos las dos. Ahora me doy cuenta de que no sé su nombre aunque recuerdo su cara, y me gustaría. Sigo notando muchas ganas de empujar, me dicen que lo haga si quiero, a ver si consigo que vaya bajando. No lo consigo. Me doy cuenta de que de pronto tengo miedo, no al dolor, que ya digo que es muy soportable, sino miedo a que se repita el destrozo de mi pobre periné, miedo a desangrarme otra vez, y de que eso me está paralizando, está impidiendo a mi cuerpo abrirse para dejar a mi niña salir. Me avergüenzo de ello, se lo digo a mi marido que intenta animarme, pero no consigo vencerlo. De repente todos corren, el registro del corazón de mi hija se ha deteriorado, echan a mi marido y llaman al médico que llega en 30 segundos. La matrona me dice que tendrán que sacar rápidamente a la niña con fórceps. Cuando el médico se pone la bata verde, los guantes, el gorro y la mascarilla, despliega el instrumental y enarbola las tijeras con las que me hará la episiotomía, aquello se ha convertido de repente en una película de terror. Entonces le oigo cómo dice a la matrona que la frecuencia del corazón de mi hija se ha normalizado ya y que quizá ha sido un error del registro, por lo que rápidamente le pregunto si eso significa que podré intentarlo sin fórceps. Le sorprende que le hable, ya que él ni me ha dirigido a mi la palabra y se ve que no le gusta, porque en lugar de contestarme a mi se pone a hablar de ello con la matrona. Esta le dice que por qué no, que ya he tenido un parto parecido que acabó bien, que si la frecuencia de la niña vuelve a bajar se puede cambiar de estrategia. Lo convence. Yo estoy segura de que es lo correcto, porque para entonces, con sólo pensar que por mi culpa, por no estar ayudándola lo suficiente estoy haciendo sufrir a mi hija y que igual la van a tener que sacar con aquellos hierros, el miedo que tenía por mí misma se me ha ido de golpe. Ahora estoy segura de que sí voy a poder ayudarla a salir y aunque los demás piensan que se me ha ido la pinza se lo digo en voz alta. En unos pocos pujos mi niña de 4,440 kgs sale fácilmente, sin apenas dolor, sin episiotomía, sin desgarro y en perfecto estado a pesar de tener también una vuelta de cordón alrededor del cuello. Me la dan inmediatamente y el resto no lo recuerdo del todo bien porque estoy en total estado de euforia. Mi marido, al que nuevamente habían llamado a todo correr y que llegó justo a tiempo, dice que reía a carcajadas, que gritaba, “¡bienvenida, cariño, mi niña, bienvenida!”. Como se engancha rápidamente al pecho la pediatra espera pacientemente a que se suelte para explorarla allí mismo y cuando lo hace termina en muy pocos minutos. Por mi parte lo que mejor recuerdo son los ojos de mi hija, esos profundos y sabios ojos que me miran y parecen decirme “hola, encantada de conocerte”. Os aseguro que mientras yo me río esos ojillos ríen conmigo. Hoy tiene 15 meses y aún no hemos dejado de hacerlo.
Gabriel Miró